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Una-tierra-prometida (1)

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cuestionaba mi falta de experiencia y mi capacidad para competir contra los

republicanos en Washington. Por desgracia para ellos, en las dos líneas de

ataque que intentaron les salió el tiro por la culata.

La primera de ellas se desarrolló alrededor de la idea básica de mi

discurso de campaña, que decía que me quería presentar a las presidenciales

no porque me lo debiera a mí mismo o porque hubiese querido ser

presidente toda mi vida, sino porque los tiempos pedían algo nuevo. La

campaña Clinton publicó un memorándum en el que citaba a uno de mis

profesores en Indonesia que aseguraba que en el jardín de infancia yo había

escrito un ensayo en el que decía que quería ser presidente... toda una

prueba, eso parecía, de que mi confeso idealismo no era más que un mero

disfraz de la ambición más despiadada.

Cuando me enteré de aquello me reí. Como le dije a Michelle, la idea de

que hubiera alguien fuera de mi familia que recordara algo que yo había

hecho o dicho hacía casi cuarenta años me parecía un poco traída por los

pelos. Eso por no mencionar las dificultades de equiparar mi aparente plan

de dominación mundial con unas notas en el instituto regulares, consumo de

drogas, un oscuro periodo de trabajador comunitario y asociaciones de todo

tipo con personajes políticamente poco convenientes.

Obviamente, durante la siguiente década descubriríamos que lo absurdo,

la incoherencia y la falta de rigor no impedían que alguna de esas

enloquecidas historias sobre mí —alentadas por oponentes políticos,

cadenas de noticias conservadoras, biógrafos críticos y gente por el estilo—

llegaran a tener un impacto real. Pero en diciembre de 2007, al menos, la

oposición que llevó a cabo el equipo de investigación de los Clinton en lo

que luego llamé mis «archivos del jardín de infancia» fue juzgada como una

señal de pánico y se la criticó enormemente.

Menos divertida fue una entrevista a Billy Shaheen, el copresidente de la

campaña de Clinton en New Hampshire, en la que llegó a sugerir a un

periodista que mi sinceramiento sobre el consumo de drogas en el pasado

sería nefasto en la contienda con el candidato republicano. Yo no

consideraba tan inaceptable la cuestión de mis deslices juveniles, pero

Shaheen fue un poco más allá y sugirió que tal vez había traficado con

drogas. La entrevista produjo furor y Shaheen renunció a su puesto

enseguida.

Todo eso ocurrió antes de nuestro debate final en Iowa. Aquella mañana

tanto Hillary como yo estábamos en Washington para una votación en el

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