Una-tierra-prometida (1)
tamaño medio como Sioux City o Altoona. Pero nuestros chicos no eran lostípicos chicos de dichas ciudades. Si los reunías en una habitación habíaitalianos de Filadelfia, judíos de Chicago, negros de Nueva York y asiáticosde California; hijos de inmigrantes pobres e hijos de los barrios ricos,licenciados en Ingeniería, antiguos voluntarios de cuerpos de paz, veteranosde guerra y gente que no había terminado la escuela. En la superficie almenos no parecía haber forma de conectar sus experiencias brutalmentevariadas con las de aquella gente un poco básica cuyos votos necesitábamoscon tanta desesperación.Y aun así conectaron. Llegaban a la ciudad con una mochila o una maletapequeña, vivían en apartamentos compartidos o en el sótano de algúnsimpatizante local, y se pasaban meses conociendo el lugar, visitaban albarbero, ponían mesas plegables frente a la tienda de comestibles, hablabanen el Rotary Club, ayudaban entrenando en una liga juvenil o en lascampañas de caridad local y llamaban a sus madres para que les dieran lareceta del pudding de plátano para llevar algo de comer a la reunión.Aprendían a escuchar a los voluntarios locales —la mayoría muchomayores que ellos, con sus propios trabajos, familias y preocupaciones— yse les daba bien reclutar a personas nuevas. Trabajaban a diario hasta elagotamiento y luchaban contra los episodios de ansiedad y soledad. Mes ames se iban ganando la confianza de la gente. Dejaban de ser desconocidos.¡Qué bálsamo fueron esos chicos de Iowa! Me llenaron de optimismo ygratitud y tuve la sensación de que se cerraba el círculo. Me veía a mímismo llegando a Chicago con veinticinco años, confuso e idealista.Recordaba los hermosos vínculos que había creado con las familias del surde la ciudad, los errores y las pequeñas victorias, la comunidad que habíaencontrado, tan parecida a la que nuestros activistas locales de campañaestaban combatiendo solos. Sus experiencias hacían que recordara losmotivos por los que me había dedicado inicialmente a la política, buscandoel sentido originario de que tal vez no tenía tanto que ver con el poder y laposición como con la comunidad y los vínculos.Tal vez nuestros simpatizantes de todo Iowa creyeran en mí, pero sitrabajaban tan duro era sobre todo gracias a los jóvenes voluntarios localesque teníamos allí. Puede que esos chicos se hubieran inscrito para trabajaren la campaña por algo que yo había hecho o dicho, pero ahora formabanparte de los voluntarios. Lo que les guiaba, lo que les mantenía,independientemente de su candidato o de cualquier otro asunto particular,
eran las amistades y relaciones, la lealtad mutua y el progreso que habíanacido de su esfuerzo común. Eso y un jefe gruñón en Des Moines, elmismo que había prometido depilarse las cejas si ganaban.En junio nuestra campaña dio un giro. Gracias al increíble despegue de lasdonaciones por internet, nuestro rendimiento financiero se mantuvo muypor encima de nuestras expectativas y pronto nos permitió acceder a latelevisión de Iowa. Cuando llegaron las vacaciones escolares, Michelle ylas niñas pudieron acompañarme un poco más en la carretera. Dar tumbospor todo Iowa en una caravana, con el sonido de su parloteo en la partetrasera mientras yo hacía llamadas; Reggie y Marvin en maratonianassesiones de UNO con Malia y a Sasha; sentir el dulce peso de una de ellas ola otra dormida y apoyada en mi pierna a media tarde, las paradasobligatorias en las heladerías... todas aquellas cosas me llenaron de unaalegría que se filtró a mis apariciones en público.Cambió también la naturaleza de aquellas apariciones. Cuando ya habíapasado la novedad inicial de mi candidatura, me descubrí hablando frente amultitudes más manejables, varios centenares en vez de unos miles, lo quevolvía a darme la oportunidad de conocer a la gente en persona y escucharsus historias. Las esposas de los militares me describían sus luchas diariaspara sacar adelante un hogar y combatir el miedo a que llegara una malanoticia desde el frente. Los granjeros me explicaban las presiones que leshabían llevado a renunciar a su independencia frente a los intereses de lasgrandes compañías agrícolas. Los trabajadores despedidos me hablaban delos miles de maneras en las que no funcionaban los programas dereinserción laboral. Los dueños de pequeños negocios me detallaban lossacrificios que hacían para pagar el seguro médico a sus empleados hastaque uno de ellos se ponía enfermo de verdad y entonces se volvíainasumible mantener las primas de todos, incluida la suya.Alimentado por esas historias, mi discurso de campaña se volvió menosabstracto, menos un asunto de la cabeza y más uno del corazón. La genteveía su propia vida reflejada en esas historias, se daban cuenta de que noestaban solos en sus adversidades, y con ese conocimiento, hubo cada vezmás personas que se alistaron como voluntarias para la causa. Hacer lacampaña a aquella escala más humana y reducida me ofreció la oportunidadde unos encuentros casuales que le daban vida.
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tamaño medio como Sioux City o Altoona. Pero nuestros chicos no eran los
típicos chicos de dichas ciudades. Si los reunías en una habitación había
italianos de Filadelfia, judíos de Chicago, negros de Nueva York y asiáticos
de California; hijos de inmigrantes pobres e hijos de los barrios ricos,
licenciados en Ingeniería, antiguos voluntarios de cuerpos de paz, veteranos
de guerra y gente que no había terminado la escuela. En la superficie al
menos no parecía haber forma de conectar sus experiencias brutalmente
variadas con las de aquella gente un poco básica cuyos votos necesitábamos
con tanta desesperación.
Y aun así conectaron. Llegaban a la ciudad con una mochila o una maleta
pequeña, vivían en apartamentos compartidos o en el sótano de algún
simpatizante local, y se pasaban meses conociendo el lugar, visitaban al
barbero, ponían mesas plegables frente a la tienda de comestibles, hablaban
en el Rotary Club, ayudaban entrenando en una liga juvenil o en las
campañas de caridad local y llamaban a sus madres para que les dieran la
receta del pudding de plátano para llevar algo de comer a la reunión.
Aprendían a escuchar a los voluntarios locales —la mayoría mucho
mayores que ellos, con sus propios trabajos, familias y preocupaciones— y
se les daba bien reclutar a personas nuevas. Trabajaban a diario hasta el
agotamiento y luchaban contra los episodios de ansiedad y soledad. Mes a
mes se iban ganando la confianza de la gente. Dejaban de ser desconocidos.
¡Qué bálsamo fueron esos chicos de Iowa! Me llenaron de optimismo y
gratitud y tuve la sensación de que se cerraba el círculo. Me veía a mí
mismo llegando a Chicago con veinticinco años, confuso e idealista.
Recordaba los hermosos vínculos que había creado con las familias del sur
de la ciudad, los errores y las pequeñas victorias, la comunidad que había
encontrado, tan parecida a la que nuestros activistas locales de campaña
estaban combatiendo solos. Sus experiencias hacían que recordara los
motivos por los que me había dedicado inicialmente a la política, buscando
el sentido originario de que tal vez no tenía tanto que ver con el poder y la
posición como con la comunidad y los vínculos.
Tal vez nuestros simpatizantes de todo Iowa creyeran en mí, pero si
trabajaban tan duro era sobre todo gracias a los jóvenes voluntarios locales
que teníamos allí. Puede que esos chicos se hubieran inscrito para trabajar
en la campaña por algo que yo había hecho o dicho, pero ahora formaban
parte de los voluntarios. Lo que les guiaba, lo que les mantenía,
independientemente de su candidato o de cualquier otro asunto particular,