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Una-tierra-prometida (1)

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votantes de más edad, funcionarios del partido, simpatizantes de toda la

vida... aquellos que suelen aferrarse a lo bueno conocido. Eso significaba

que los habituales de las asambleas de designación de candidatos

demócratas estarían más dispuestos a inclinarse por una política conocida

como Hillary Clinton que por alguien como yo.

Desde el primer momento Tewes insistió a Plouffe, y a su vez Plouffe me

insistió a mí, en que si queríamos ganar en Iowa, teníamos que llevar a cabo

un tipo de campaña diferente. Había que trabajar más duro y durante más

tiempo, hacerlo cara a cara, ganarnos a los asistentes de los caucus. Y lo

más importante, teníamos que convencer a todo un grupo de simpatizantes

de Obama —gente joven, de color, independientes— de que superaran los

obstáculos e impedimentos y participaran en aquella asamblea por primera

vez. Para llevarlo a cabo, Tewes insistió en abrir cuanto antes un despacho

en cada uno de los noventa y nueve condados de Iowa dirigido por un

empleado joven que, con un sueldo relativamente bajo o con una

supervisión diaria, se hiciera responsable de organizar un pequeño

movimiento político local.

Aquella apuesta representaba una gran inversión, pero le dimos luz verde

a Tewes. Él se puso a trabajar con un extraordinario equipo de diputados

que le ayudaron a desarrollar su plan: Mitch Stewart, Marygrace Galston,

Anne Filipic y Emily Parcell, todos ellos listos, disciplinados, con

experiencia en múltiples campañas y menores de treinta y dos años.

Yo me pasé la mayor parte del tiempo con Emily, que era natural de Iowa

y había trabajado para Tom Vilsack, el anterior gobernador. Tewes pensó

que ella me resultaría de especial ayuda para comprender la política local.

Tenía veintiséis años, era una de las más jóvenes de todo el grupo; con su

pelo oscuro y su estilo recatado, era lo bastante diminuta para pasar por una

estudiante de instituto. No tardé en darme cuenta de que sabía todo sobre

todos y cada uno de los demócratas del estado y no tenía ningún escrúpulo

en darme instrucciones precisas en cada parada que iban desde a quién tenía

que hablar hasta cuáles eran los temas comunitarios por los que me tenía

que preocupar. Me daba toda aquella información con un tono neutral y

monótono junto a una mirada que mostraba que tenía poca tolerancia a la

estupidez, una cualidad que Emily tal vez había heredado de su madre, que

había trabajado en la planta de Motorola desde hacía tres décadas y se las

había apañado para pagarle la universidad.

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