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Una-tierra-prometida (1)

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particularmente orgulloso— se las arregló para llevar a una de las dos

delegaciones de la policía de Mountain Lake a su candidato favorito, Jesse

Jackson, en las primarias de 1988.

Cuando le conocí en 2007, Paul ya había trabajado en todas o casi todas

las campañas políticas imaginables, desde las del ayuntamiento hasta las del

Congreso. Había trabajado para el director del caucus de Al Gore y también

como director de operaciones en todo el país para el Comité de Campañas

Senatoriales Demócratas. En aquella época tenía treinta y siete años, pero

parecía mayor, bajito, fornido y ligeramente calvo, con un bigote rubio y

una piel pálida a juego. No había nada sofisticado en Paul Tewes, sus

modales podían ser un poco ásperos y su ropa nunca parecía conjuntar,

sobre todo en invierno, cuando, como buen nacido en Minnesota, se ponía

todo tipo de camisas de franela, plumíferos y gorros de esquí. Era el tipo de

persona que se siente más cómoda charlando con unos granjeros en un

campo de maíz o bebiendo en una esquina del bar que parloteando con

consultores políticos de sueldos estratosféricos, pero cuando te sentabas con

él te dabas cuenta al instante de que sabía lo que hacía. Y más allá del

conocimiento táctico, de historias detalladas sobre la votación en ciertos

distritos y de anécdotas políticas, si lo escuchabas con suficiente atención,

podías sentir el corazón del niño de diez años que se implicaba lo

suficiente, o que creía lo suficiente en la política, como para llorar por unas

elecciones.

Cualquiera que se ha presentado a las elecciones presidenciales sabe que

no es nada sencillo ganar en Iowa. Es uno de los estados del país que cuenta

con un caucus que determina a quién apoyarán sus delegados. Al contrario

de unas elecciones primarias tradicionales, en las que los ciudadanos votan

privadamente y de manera general según su conveniencia, el caucus

representa una democracia al estilo comunal en la que los votantes se

reúnen, generalmente en el gimnasio de alguna escuela o en una biblioteca

de su distrito, a debatir sobre los méritos de cada uno de los candidatos

hasta que designan un ganador. Se trata de una democracia muy

encomiable, pero implica demasiado tiempo —una designación de

candidatos puede durar tres horas, incluso más— y requiere que los

participantes estén bien informados, dispuestos a votar públicamente y lo

bastante comprometidos para dedicar a la asamblea toda la tarde. No es una

sorpresa que las votaciones de delegados atraigan a una pequeña y

permanentemente irritada sección del electorado de Iowa compuesta por los

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