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Una-tierra-prometida (1)

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maletín en Miami y mi traje en New Hampshire en una sola semana—, su

incuestionable ética del trabajo y su sentido del humor tontorrón le

convirtieron de inmediato en el favorito de todos en la campaña.

Durante casi dos años, Gibbs, Marvin y Reggie fueron mis cuidadores,

mis anclas en la normalidad y una sólida fuente de alivio cómico.

Jugábamos a las cartas y al billar. Discutíamos de deportes y nos

intercambiábamos música. (Reggie me ayudó a poner al día una lista de

reproducción de hip-hop que se había detenido en Public Enemy.) Marvin y

Reggie me contaban historias (complejas) de sus vidas en la carretera y

aventuras en las distintas paradas locales antes de que terminara el trabajo

(incluidos episodios en tiendas de tatuajes y jacuzzis). Nos burlábamos de

Reggie por su ignorancia juvenil (en cierta ocasión, cuando mencioné a

Paul Newman, comentó: «Ese es el tipo de las salsas para ensaladas, ¿no?»)

y de Gibbs por su apetito (en la feria estatal de Iowa, en un momento en que

le estaba costando decidirse entre un bollito y una barra de chocolate la

mujer que estaba tras el mostrador salió en su ayuda: «Cariño, ¿por qué

habrías de elegir solo uno?»).

Siempre que podíamos jugábamos al baloncesto. Hasta la ciudad más

pequeña tenía un gimnasio escolar, y si no había tiempo para un partido de

verdad, Reggie y yo nos arremangábamos y nos echábamos una ronda de

BURRO mientras afuera me esperaban para que subiera al escenario. Al

igual que cualquier atleta de corazón, él seguía siendo tremendamente

competitivo. A veces, el día después de un uno contra uno apenas podía

caminar, aunque era demasiado orgulloso para demostrarlo. Una vez

jugamos un partido contra un grupo de bomberos cuyo apoyo trataba de

conseguir. Solían jugar los fines de semana y eran un poco más jóvenes que

nosotros, pero estaban en peor forma. Después de la tercera vez que Reggie

les robó el balón e hizo un sonoro mate, pedí tiempo.

—¿Qué estás haciendo? —pregunté.

—¿Qué?

—Te das cuenta de que queremos que nos apoyen, ¿verdad?

Reggie me miró incrédulo.

—¿Quieres que perdamos contra estos paquetes?

Lo pensé un segundo.

—No —respondí—. Yo no iría tan lejos. Pero mantenlo equilibrado para

que no se vayan demasiado cabreados.

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