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Una-tierra-prometida (1)

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glamour y la perspectiva de pasarme dieciocho meses seguidos haciendo

aquello me enfrió el ánimo. Me había arriesgado a presentarme a las

presidenciales, había implicado a un numeroso equipo de personas, pedía

dinero a desconocidos y propagaba la imagen de alguien que tiene fe en lo

que hace, pero echaba de menos a mi mujer. Echaba de menos a mis hijas.

Echaba de menos mi cama, una ducha como Dios manda, sentarme a

disfrutar de una comida de verdad. Echaba de menos no tener que repetir

siempre lo mismo exactamente de la misma manera, cinco o seis o siete

veces al día.

Afortunadamente, junto a Gibbs (que tenía la entereza, la experiencia y la

irritabilidad necesarias para mantenerme concentrado en el camino) hubo

otros dos compañeros que me ayudaron a superar mi bajón inicial.

El primero fue Marvin Nicholson, mediocanadiense de encanto tranquilo

y comportamiento imperturbable. Tenía treinta y muchos y medía más de un

metro noventa. Marvin había tenido muchos trabajos, desde caddy hasta

camarero en un bar de striptease antes de acabar trabajando como el cuarto

asistente personal de John Kerry hacía unos años. Es un extraño papel el del

asistente personal, una especie de hombre para todo que se responsabiliza

de que el candidato o la candidata tenga todo lo que necesita para funcionar,

tanto si es su tentempié favorito como un par de pastillas de Advil, un

paraguas cuando llueve, una bufanda cuando hace frío o el nombre del

presidente del condado que se acerca a toda prisa para saludarte. Marvin

hacía su trabajo con tanto talento y finura que llegó a convertirse en casi

una figura de culto en los círculos políticos, lo que nos llevó a contratarle

como nuestro director de viaje. Trabajaba con Alyssa y el equipo de

avanzadilla para coordinar los viajes, asegurarse de que tenía todo el

material apropiado y darme lo más parecido a un horario.

También estaba Reggie Love, que había crecido en Carolina del Norte,

hijo de una familia negra de clase media. Con sus casi dos metros de

estatura y su corpulencia, Reggie había destacado tanto en baloncesto como

en fútbol americano cuando estaba en la universidad de Duke, antes de que

Pete Rouse le contratara para que fuera mi asistente en el despacho del

Senado. (Un aparte: la gente suele manifestar sorpresa por lo alto que soy,

un metro ochenta y cinco, algo que atribuyo al hecho de haber aparecido en

las fotografías siempre junto a Reggie y a Marvin.) Bajo el tutelaje de

Marvin, Reggie empezó a trabajar como asistente a sus veinticinco años, y

aunque le costó un poco al principio —se las apañó para olvidarse mi

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