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Una-tierra-prometida (1)

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por las ramas!», casi me gritaba Axe cada vez que me veía hablar sin cesar.

Durante uno o dos días me centré obedientemente en ser conciso, solo

porque de pronto me pareció insufrible tener que dar una explicación de

diez minutos sobre detalles de la política de comercio o la velocidad a la

que se deshiela el Ártico.

—¿Qué te parece? —le decía bajando del escenario, contento de mi

esmero.

—Un diez en el examen —contestaba Axe—. Pero cero en votos.

Todas aquellas eran cuestiones que se podían resolver con el tiempo. Más

preocupante fue que, a medida que nos adentrábamos en la primavera, me

fui volviendo cada vez más gruñón. Ocurría, entre otras cosas, me doy

cuenta ahora, por el peaje de una campaña de dos años para el Senado, un

año de visitas a ayuntamientos como senador, y muchos meses de viajes

para apoyar a otros candidatos. Cuando pasó la adrenalina del anuncio, me

golpeó con todo su peso la enormidad de la rutina.

Y era una rutina. Cuando no estaba en Washington por asuntos del

Senado, me encontraba en Iowa o en cualquiera de los primeros estados,

con jornadas de dieciséis horas, seis días y medio a la semana, durmiendo

en un Hampton Inn o en un Holiday Inn, o en un American Inn o en un

Super 8. Me despertaba tras cinco o seis horas de sueño y trataba de hacer

ejercicio en cualquier lugar que pudiera (una vez en una vieja cinta de

correr que estaba en la parte trasera de un salón de rayos uva) antes de hacer

la maleta y engullir un desayuno caótico, saltar a una furgoneta y empezar a

hacer llamadas para recaudar fondos rumbo a la ciudad donde tuviera el

primer mitin del día, antes de las entrevistas con los periódicos locales o el

canal de noticias, algunos encuentros y saludos con los líderes locales del

partido, una parada para ir al baño, tal vez un paso por algún restaurante

local para estrechar alguna mano y saltar de nuevo a la furgoneta para hacer

más llamadas y recaudar más dólares. Repetía aquello tres o cuatro veces al

día, comiendo un sándwich frío o una ensalada cuando podía, antes de

llegar medio tambaleándome a otro hotel alrededor de las nueve de la

noche, para llamar por teléfono a Michelle y a las niñas antes de que se

fueran a la cama y leerme los programas del día siguiente, con una carpeta

que se me iba cayendo lentamente de las manos a medida que el

agotamiento me noqueaba.

Y eso sin hablar de los vuelos a Nueva York o a Los Ángeles o a Chicago

o a Dallas para recaudar fondos. Era una vida de monotonía sin ningún

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