Una-tierra-prometida (1)
Estaríamos constantemente en la carretera. La prensa sería implacable ensu escrutinio. «Como en una colonoscopia sin fin», creo que dijo Gibbs.Vería muy poco a Michelle y a las niñas durante al menos un año, dos siéramos lo bastante afortunados para ganar las primarias.—Voy a ser sincero contigo, Barack —me dijo Axe después de un mitin—. Puede que el proceso sea estimulante, pero la mayor parte es unamiseria. Es como una prueba de resistencia, un electrocardiograma delalma. Y a pesar del talento que tienes, no sé cómo vas a responder. Ni tútampoco. Es un asunto tan enloquecido, tan indigno y brutal, que para tenerlo que se necesita para ganar tienes que estar un poco desequilibrado. Y laverdad es que no sé si veo esa hambre en ti. No creo que seas infeliz si nollegas a presidente.—Eso es cierto —reconocí yo.—Sé que es cierto —dijo Axe—. Y eso te hace fuerte como persona,pero débil como candidato. Tal vez seas demasiado normal, demasiadoequilibrado para presentarte a las presidenciales. Y aunque el consejeropolítico que hay en mí me dice que sería maravilloso que lo hicieras, laparte de mí que es tu amigo espera que no lo hagas.Mientras tanto, Michelle empezaba a reordenar sus sentimientos.Escuchaba atentamente durante las reuniones, y de cuando en cuando hacíaalguna pregunta sobre el calendario de la campaña, sobre lo que se esperaríade ella y lo que implicaría para las niñas. Poco a poco se había apaciguadosu resistencia a la idea de que me presentara. Tal vez le ayudó escuchar laverdad desnuda de lo que implicaría una campaña, sus peores temores seconcretaron y se hicieron más específicos, volviéndose más manejables. Talvez fueron las conversaciones que tuvo con Valerie y Marty, dos de nuestrasamigas más leales, en cuyo juicio ella confiaba plenamente. O tal vez fue elempujón que le dio su hermano Craig; él también había perseguido unossueños difíciles de alcanzar, primero como jugador de baloncestoprofesional y más tarde como entrenador, incluso cuando suponíaabandonar una lucrativa carrera en la banca.«Simplemente está asustada», me dijo Craig una tarde, mientrastomábamos una cerveza. Y a continuación describió cómo Michelle y sumadre solían ir a verle jugar al baloncesto en el instituto, pero que cuando elresultado se equilibraba incluso un poco, salían y le esperaban en el pasillo;las dos eran demasiado nerviosas para quedarse en la butaca. «No queríanverme perder —dijo Craig—. No querían verme dolido ni desilusionado.
Les tuve que explicar que eso era parte del juego.» Estaba a favor de queintentara lo de las presidenciales y me dijo que tenía planeado hablarlo consu hermana. «Quiero que lo vea con una perspectiva general —dijo—. Laposibilidad de competir a ese nivel es algo que no se puede dejar pasar.»Un día de diciembre, justo antes de nuestro viaje a Hawái, nuestro equipotuvo la última reunión antes de que tomara la decisión de si seguir adelanteo no. Michelle estuvo escuchando pacientemente durante una hora unadiscusión sobre dotación de personal y la logística de un potencial anunciode la candidatura, y a continuación interrumpió con una cuestión esencial:—Has dicho que hay muchos otros demócratas capaces de ganar laselecciones y convertirse en presidentes. Y a mí me has dicho que la únicarazón por la que te presentas es que eres capaz de ofrecer algo que losdemás no pueden, que si no fuera así no merecería la pena. ¿No es así?Yo asentí.—Mi pregunta es: ¿y por qué tú, Barack? ¿Por qué necesitas tú serpresidente?Nos miramos el uno al otro a ambos lados de la mesa. Por un instante fuecomo si estuviésemos solos en la habitación. Mi mente regresó de golpediecisiete años atrás, al momento en que nos conocimos, el día que lleguétarde a su despacho, un poco mojado por la lluvia, y Michelle se levantó dela mesa, tan dulce y tranquila con su blusa y su falda de abogada, y la charlatranquila que siguió después. Había visto en aquellos ojos redondos yoscuros esa vulnerabilidad que rara vez muestra. Incluso entonces supe queera especial, que quería conocerla, que era una mujer a la que podía amar.Qué suerte había tenido, pensé.—¿Barack?Me sacudí para volver a la realidad.—De acuerdo —dije—. ¿Por qué yo?Mencioné algunas de las razones de las que he hablado antes. Lo de quetal vez fuera capaz de desencadenar un nuevo tipo de política, o de llevar auna nueva generación a participar, que era más capaz que otros candidatosde construir un puente que salvara las diferencias de la nación.—Pero, ¿quién sabe? No hay ninguna garantía de que lo podamos sacaradelante —confesé, mirando a todos los que estaban sentados a la mesa—.Aunque hay una cosa de la que no tengo dudas. Sé que el día que levante lamano derecha y jure ser el presidente de Estados Unidos, el mundoempezará a mirar a este país de una manera diferente. Y sé que todos los
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Les tuve que explicar que eso era parte del juego.» Estaba a favor de que
intentara lo de las presidenciales y me dijo que tenía planeado hablarlo con
su hermana. «Quiero que lo vea con una perspectiva general —dijo—. La
posibilidad de competir a ese nivel es algo que no se puede dejar pasar.»
Un día de diciembre, justo antes de nuestro viaje a Hawái, nuestro equipo
tuvo la última reunión antes de que tomara la decisión de si seguir adelante
o no. Michelle estuvo escuchando pacientemente durante una hora una
discusión sobre dotación de personal y la logística de un potencial anuncio
de la candidatura, y a continuación interrumpió con una cuestión esencial:
—Has dicho que hay muchos otros demócratas capaces de ganar las
elecciones y convertirse en presidentes. Y a mí me has dicho que la única
razón por la que te presentas es que eres capaz de ofrecer algo que los
demás no pueden, que si no fuera así no merecería la pena. ¿No es así?
Yo asentí.
—Mi pregunta es: ¿y por qué tú, Barack? ¿Por qué necesitas tú ser
presidente?
Nos miramos el uno al otro a ambos lados de la mesa. Por un instante fue
como si estuviésemos solos en la habitación. Mi mente regresó de golpe
diecisiete años atrás, al momento en que nos conocimos, el día que llegué
tarde a su despacho, un poco mojado por la lluvia, y Michelle se levantó de
la mesa, tan dulce y tranquila con su blusa y su falda de abogada, y la charla
tranquila que siguió después. Había visto en aquellos ojos redondos y
oscuros esa vulnerabilidad que rara vez muestra. Incluso entonces supe que
era especial, que quería conocerla, que era una mujer a la que podía amar.
Qué suerte había tenido, pensé.
—¿Barack?
Me sacudí para volver a la realidad.
—De acuerdo —dije—. ¿Por qué yo?
Mencioné algunas de las razones de las que he hablado antes. Lo de que
tal vez fuera capaz de desencadenar un nuevo tipo de política, o de llevar a
una nueva generación a participar, que era más capaz que otros candidatos
de construir un puente que salvara las diferencias de la nación.
—Pero, ¿quién sabe? No hay ninguna garantía de que lo podamos sacar
adelante —confesé, mirando a todos los que estaban sentados a la mesa—.
Aunque hay una cosa de la que no tengo dudas. Sé que el día que levante la
mano derecha y jure ser el presidente de Estados Unidos, el mundo
empezará a mirar a este país de una manera diferente. Y sé que todos los