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—Nada. Me aburro. ¿La Diabla?
—En su pieza, con un pibito que se levantó.
—Yo tengo que encontrarme con la Palera.
—Uy, uy, uy —dijo Juani, agrandando los ojos y rechinando los dientes,
en una imitación bastante exacta de la Palera.
Juani se pintaba los ojos con delineador negro para que resaltaran más,
siguiendo los consejos de la Diabla. Hacía mucho que vivía en el boliche.
Desde que Facundo se había ido y Lautaro había muerto, era el favorito de
la Diabla, junto con Joaco, otro chico precioso, de piel mate y ojos
achinados, casi un príncipe hindú.
La Diabla era un coleccionista de beldades masculinas, aunque Facundo
seguía siendo su mejor adquisición. En realidad, si bien la Diabla era
quien daba asilo a los chicos y los mantenía en su boliche con la condición
de que compartieran los dividendos, Lautaro era el que los elegía. A Juani
lo había descubierto en la calle, muerto de hambre y sin un peso porque
venía de Rosario; Lautaro le ofreció casa, comida y laburo y Juani aceptó.
Lo de Joaco fue distinto: él mismo había ofrecido sus servicios y Lautaro,
después de una calculadora mirada, había accedido.
—Ahí viene la loca, Facundito. Yo me voy —dijo Juani, y menos de diez
segundos después la Palera se tiró corriendo a los brazos de Facundo,
lastimándole la boca al besarlo.
—Te acordaste —repetía temblorosamente; Facundo supo que ella había
tomado tanta cocaína como le era posible. Suavemente se pasó la mano
por los labios doloridos y se miró los dedos. La mujer agrandó sus ojos de
pupilas dilatadas y chupó los dedos ensangrentados de Facundo.
—¿Alguna vez me olvidé? —dijo él.
La mujer comenzó a reír histéricamente, con los hombros encogidos y
restregando sus manos contra las de Facundo.