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Bajar es lo peor - Mariana Enriquez

Libro de autoayuda

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Mauricio cerró la canilla para seguir lavando en un rato.

—En la bajada de Plaza San Martín, con un flaco rubio.

—Narval —dijo Carolina.

—¿Qué cosa? Pobre pibe, lo mataron. Espero que no se llame así de

verdad.

—No sé. Lo que menos me importa de ese tipo es cómo se llame.

—Ah, claro. Tu nuevo chico.

—Todavía no. Pero me parte la cabeza, Mauri.

Mauricio sonrió cínicamente. Carolina odiaba esa sonrisa, ese aire de «te

conozco».

—Ahora querés levantarte al chico de Facundo. Y no te da cabida, ¿o sí?

—No es el chico de Facundo. Facundo coge con todo lo que camina y,

claro, también coge con Narval. Eso no quiere decir que sea su chico. No

seas forro, Mauri.

—¿Te da bola?

—No —contestó Carolina, malhumorada, y vio la imagen de Narval

dejándola con las cervezas en Malicia. Para irse con Facundo, además. No

quería contarle eso a Mauri porque iba a reírse de ella aún más. Se levantó

y fue hasta la pieza. Cerró la puerta y se tiró en la cama, tratando de no

pensar, con los walkman puestos bajito. Cuando se durmió, rompió los

auriculares al dar vuelta la cabeza en la almohada.

Carolina llevaba una hora dormida cuando golpearon a la puerta.

—¿Quién es?

—Esteban.

—Pasá.

—¿Dormías?

—Sí, no importa —dijo Carolina, restregándose los ojos y tomando los

auriculares con dos dedos, como si fueran una cola de rata.

—Qué tarada, son los terceros que rompo.

Esteban se sentó en la cama, a los pies de Carolina. Llevaba una gorrita

con visera puesta al revés sobre su cabello corto y oscuro.

—¿Saliste anoche? —preguntó Carolina.

—No. No tenía ganas.

—Yo salí, pero no me encontré con nadie. Bah, con el Negro. Terminé la

noche con él tomando merca en la casa. Está recaliente porque Facundo

todavía no le pagó. Me preguntó dónde vivía, pero ni loca se lo digo, es

capaz de ir a cagarlo a palos. Encima, me quiso transar el pelotudo.

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