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Bajar es lo peor - Mariana Enriquez

Libro de autoayuda

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enterrado junto a los ojos azules y el cabello rubio ceniza enmarañado de

Lautaro, junto al olor de la sangre que había derramado en los brazos de

Facundo la noche que lo habían acuchillado, esa noche de la cual Facundo

apenas podía recordar algo, algunas imágenes, como fotos: la Diabla

llorando en los pasillos del hospital, un policía preguntándole cosas

ininteligibles (y él negando con la cabeza, mudo, con los ojos secos), la

desesperación con que se había restregado las manos y los brazos llenos de

sangre, el rincón donde se había dado la cabeza contra la pared hasta

sangrar, para ver si el dolor físico podía superar al otro, ese que no lo

dejaba llorar, que le había secado la garganta.

Días después, Facundo había empezado a buscar un tipo que lo sacara del

boliche de la Diabla y fue así como conoció a Armendáriz, que, después de

los primeros y tumultuosos encuentros en hoteles, le había alquilado un

departamento. Fue un acto casi heroico irse a vivir solo, pero simplemente

no podía seguir con la Diabla y los otros chicos, lleno de recuerdos. Sin

embargo, seguía haciendo la calle, un poco para no abandonarlos del todo,

otro poco para ganar más plata. Ya no quería simplemente sobrevivir;

necesitaba vivir bien, como le gustaba. Lautaro era el único motivo por el

cual no se había decidido a conseguirse antes un tipo como Armendáriz.

Facundo apagó asqueado el cigarrillo. Se sentó con las manos sobre las

rodillas, haciendo un esfuerzo mental por tranquilizarse, sin lograrlo.

Pensó en Narval, recordando sus movimientos nerviosos y compulsivos, la

ansiedad con que quería explicarle su intrincada locura, las lágrimas que

anegaron sus ojos cuando Facundo había huido de él, en el parque, porque

no quería enterarse de nada, no podía enterarse. Y Facundo se descubrió a

sí mismo tapándose la cara con las manos y rogando en voz baja: «Que se

le pase, que se le pase», con una desesperación que odiaba, pero no podía

evitar, demasiado parecida al silencio de la noche.

Ella le metió dos dedos en la boca y Narval sintió un gusto salado y otro

gusto también, detrás, ácido.

Se había sentado en un umbral frente a Sonic y, cuando la puerta detrás

de él se abrió, la inconfundible sensación, esa especie de arrastre, los pelos

de la nuca erizados, le hicieron saber que ahí iba de nuevo todo.

Como en una nebulosa, pensó en Facundo, en que tenía que encontrarse

con él por la plata, pero los brazos de Ella, de natural exangües,

adquirieron una enorme fuerza cuando lo arrastraron adentro de la casa y

Narval tuvo tiempo de reírse cuando se preguntó si no viviría gente allí. Se

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