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enterrado junto a los ojos azules y el cabello rubio ceniza enmarañado de
Lautaro, junto al olor de la sangre que había derramado en los brazos de
Facundo la noche que lo habían acuchillado, esa noche de la cual Facundo
apenas podía recordar algo, algunas imágenes, como fotos: la Diabla
llorando en los pasillos del hospital, un policía preguntándole cosas
ininteligibles (y él negando con la cabeza, mudo, con los ojos secos), la
desesperación con que se había restregado las manos y los brazos llenos de
sangre, el rincón donde se había dado la cabeza contra la pared hasta
sangrar, para ver si el dolor físico podía superar al otro, ese que no lo
dejaba llorar, que le había secado la garganta.
Días después, Facundo había empezado a buscar un tipo que lo sacara del
boliche de la Diabla y fue así como conoció a Armendáriz, que, después de
los primeros y tumultuosos encuentros en hoteles, le había alquilado un
departamento. Fue un acto casi heroico irse a vivir solo, pero simplemente
no podía seguir con la Diabla y los otros chicos, lleno de recuerdos. Sin
embargo, seguía haciendo la calle, un poco para no abandonarlos del todo,
otro poco para ganar más plata. Ya no quería simplemente sobrevivir;
necesitaba vivir bien, como le gustaba. Lautaro era el único motivo por el
cual no se había decidido a conseguirse antes un tipo como Armendáriz.
Facundo apagó asqueado el cigarrillo. Se sentó con las manos sobre las
rodillas, haciendo un esfuerzo mental por tranquilizarse, sin lograrlo.
Pensó en Narval, recordando sus movimientos nerviosos y compulsivos, la
ansiedad con que quería explicarle su intrincada locura, las lágrimas que
anegaron sus ojos cuando Facundo había huido de él, en el parque, porque
no quería enterarse de nada, no podía enterarse. Y Facundo se descubrió a
sí mismo tapándose la cara con las manos y rogando en voz baja: «Que se
le pase, que se le pase», con una desesperación que odiaba, pero no podía
evitar, demasiado parecida al silencio de la noche.
Ella le metió dos dedos en la boca y Narval sintió un gusto salado y otro
gusto también, detrás, ácido.
Se había sentado en un umbral frente a Sonic y, cuando la puerta detrás
de él se abrió, la inconfundible sensación, esa especie de arrastre, los pelos
de la nuca erizados, le hicieron saber que ahí iba de nuevo todo.
Como en una nebulosa, pensó en Facundo, en que tenía que encontrarse
con él por la plata, pero los brazos de Ella, de natural exangües,
adquirieron una enorme fuerza cuando lo arrastraron adentro de la casa y
Narval tuvo tiempo de reírse cuando se preguntó si no viviría gente allí. Se