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Quedate a vivir acá, si querés.
Facundo se quedó unos días en el boliche de la Diabla recuperándose de
la paliza, después del rescate de Lautaro. La Diabla siempre venía a
charlar con él y juntos leían libros en la cama, recitaban. De a poco,
Lautaro fue enganchándose con ellos, a pesar de que nunca antes en su
vida había tocado un libro. Cuando se recuperó, volvió a su casa a buscar
ropa y otras cosas; ni siquiera avisó adonde se iba a vivir. Su madre no se
lo preguntó tampoco: se limitó a mirarlo hacer el bolso, casi feliz.
A partir de ahí comenzó su entrenamiento, a cargo de Lautaro, que le
conseguía citas, le presentaba tipos, le explicaba cuánto tenía que pedir,
qué cosas le convenía hacer y qué cosas no. Facundo le hacía bastante
caso: no tanto como para no correr peligro un par de veces. Pero Lautaro
lo dejaba: «Tenés que aprender solo», le decía, «vas a aprender de las
cagadas que te mandás». Facundo recordaba claramente esas clases
magistrales, cuando Lautaro se paseaba con un cigarrillo sin filtro por la
habitación de la Diabla y decía, con su voz gruesa y áspera: «No te dejes
pegar nunca y no te enrosques con tipos masoquistas porque eso no te
calza, sos demasiado debilucho, terminarías mal. Lo tuyo es volverlos
locos con esa cara que tenés, volverlos locos y sacarles cada vez más
plata. No tengo que explicarte cómo hacerlo, ya lo sabés demasiado bien,
naciste sabiéndolo».
A cambio, Facundo empujaba a Lautaro a dejar un poco su papel de
matón callejero, que era lo único que a veces le molestaba de su amigo.
Para Facundo, ser chongo no significaba de ninguna manera dejar otras
cosas de lado y así se lo decía a Lautaro: «Vos y yo somos muy distintos.
Vos servís para apurar a la gente, yo no. Vos arreglás todo a las pinas, yo
cogiendo, pero eso no quiere decir que necesariamente seamos unas
bestias, Lautaro». Y, por eso, Facundo solía encerrarse con Lautaro a
tomar un vino, charlar y leerle algún libro. Al principio, Lautaro se resistía
y Facundo se quedaba solo con la Diabla, sin presionarlo. Después las
cosas cambiaron: Facundo aún recordaba a su amigo con los ojos
brillantes y boquiabierto, escuchándolo leer en voz alta, sentado en el piso.
Desde que Lautaro murió, Facundo nunca volvió a hacer eso con nadie.
Sin embargo, nada podía desprenderlo de los libros y nada podía hacer que
de vez en cuando no se le cerrara la garganta cuando leía alguno de los
pasajes que maravillaban a Lautaro. Tampoco la Diabla lo acompañaba
más en esas lecturas en voz alta, porro y vino tinto: era un rito muerto,