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gato tan negro como la habitación. Caminó resueltamente en la oscuridad
casi desafiante (la mejor defensa es un buen ataque, pensó, y se sintió
ridículo) y apretó la llave de la luz temblando.
Ahí estaba todo: la cama desordenada y ya sucia, los ceniceros con
miles de colillas y cigarrillos a medio fumar, restos de porros, los
almohadones en desorden y el reloj digital del equipo marcando
intermitentemente 00:00, como si el tiempo se hubiera detenido.
Facundo bajó las persianas y encendió las luces y la tevé y la radio y un
cigarrillo y se decidió a que la noche durara hasta que él quisiera y como
él quisiera, aunque estuviera solo. Pensó que podía bajar a comprar un
vino; podía tomar un taxi y atiborrarse de gente y drogas, podía ir a
levantar algo a la esquina o llamar por teléfono a cualquiera de sus
amantes, que vendrían desesperados, todos ellos. Pero sería inútil. No
podría olvidarse de ese instante de silencio amenazador.
Buscó un reloj y lo puso frente a él, en la mesita de vidrio. La tevé sólo
mostraba una pantalla llena de puntos grises y la apagó y la odió. Subió el
volumen de la radio y decidió prender un cigarrillo con la colilla del otro
para no dormirse; no había posibilidades de que se le acabaran porque
siempre tenía muchos atados. Lo que no podía permitirse era dormir; no
quería una sola pesadilla esa noche. Iba a dormir recién al amanecer, como
siempre. Odiaba el amanecer, esa retirada de la noche que parece casi
ingenua y por eso es más macabra, porque la noche nunca se va del todo y,
en cualquier caso, siempre vuelve.
Buscó un libro, mirando una y otra vez la biblioteca. Ninguno lo
convencía porque sabía lo que iba a suceder: pasar y pasar las páginas sin
saber lo que estaba leyendo, completamente ausente, sin poder alejarse de
la obsesión por la noche y la oscuridad.
Sonrió un poco: era extraño, pero la única persona que conocía (y
conocía muchas) que leía tanto como él era la Diabla. Había vivido unos
años con él en su casa—boliche, por intermedio de Lautaro. Cuando la
Diabla vio por primera vez a Facundo tirado en una cama, con los labios
partidos y un ojo negro, se arrodilló a su lado y murmuró:
—¿Cómo se llama este reyecito?
Lauraro, sonriendo ante la aprobación, dijo: «Facundo»; la Diabla,
embelesado, había dicho:
—Facundo, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma
mía. Eres la mejor ofrenda que he recibido en estos últimos tiempos.