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Bajar es lo peor - Mariana Enriquez

Libro de autoayuda

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gato tan negro como la habitación. Caminó resueltamente en la oscuridad

casi desafiante (la mejor defensa es un buen ataque, pensó, y se sintió

ridículo) y apretó la llave de la luz temblando.

Ahí estaba todo: la cama desordenada y ya sucia, los ceniceros con

miles de colillas y cigarrillos a medio fumar, restos de porros, los

almohadones en desorden y el reloj digital del equipo marcando

intermitentemente 00:00, como si el tiempo se hubiera detenido.

Facundo bajó las persianas y encendió las luces y la tevé y la radio y un

cigarrillo y se decidió a que la noche durara hasta que él quisiera y como

él quisiera, aunque estuviera solo. Pensó que podía bajar a comprar un

vino; podía tomar un taxi y atiborrarse de gente y drogas, podía ir a

levantar algo a la esquina o llamar por teléfono a cualquiera de sus

amantes, que vendrían desesperados, todos ellos. Pero sería inútil. No

podría olvidarse de ese instante de silencio amenazador.

Buscó un reloj y lo puso frente a él, en la mesita de vidrio. La tevé sólo

mostraba una pantalla llena de puntos grises y la apagó y la odió. Subió el

volumen de la radio y decidió prender un cigarrillo con la colilla del otro

para no dormirse; no había posibilidades de que se le acabaran porque

siempre tenía muchos atados. Lo que no podía permitirse era dormir; no

quería una sola pesadilla esa noche. Iba a dormir recién al amanecer, como

siempre. Odiaba el amanecer, esa retirada de la noche que parece casi

ingenua y por eso es más macabra, porque la noche nunca se va del todo y,

en cualquier caso, siempre vuelve.

Buscó un libro, mirando una y otra vez la biblioteca. Ninguno lo

convencía porque sabía lo que iba a suceder: pasar y pasar las páginas sin

saber lo que estaba leyendo, completamente ausente, sin poder alejarse de

la obsesión por la noche y la oscuridad.

Sonrió un poco: era extraño, pero la única persona que conocía (y

conocía muchas) que leía tanto como él era la Diabla. Había vivido unos

años con él en su casa—boliche, por intermedio de Lautaro. Cuando la

Diabla vio por primera vez a Facundo tirado en una cama, con los labios

partidos y un ojo negro, se arrodilló a su lado y murmuró:

—¿Cómo se llama este reyecito?

Lauraro, sonriendo ante la aprobación, dijo: «Facundo»; la Diabla,

embelesado, había dicho:

—Facundo, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma

mía. Eres la mejor ofrenda que he recibido en estos últimos tiempos.

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