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Muchas veces había salido de noche con una infinita repugnancia. Hacía
rato que para él las salidas nocturnas habían perdido todo su encanto. Al
principio le resultaban divertidas, cuando todavía vivía en su casa, con su
madre, e iba a la escuela. En vez de salir con sus compañeros, se metía en
oscuros bares para irse a dormir con el primero que se le cruzara; después
volvía a su casa, al amanecer, con una extraña sensación de suciedad que
casi lo hacía gritar de felicidad. Claro que esas noches solían terminar
muy mal: nunca faltaba alguien que le pegara o que no quisiera pagarle.
Hasta que Lautaro había aparecido, metiéndose en una pelea donde
Facundo llevaba todas las de perder, y lo había llevado casi inconsciente
hasta lo de la Diabla. Facundo todavía sonreía cuando pensaba en lo poco
ortodoxo que era Lautaro como fiolo: nunca se encargaba de pedir la plata
antes a los clientes, dejaba que los chicos cobraran y después tomaba su
parte. Les tenía confianza; de cualquier manera, a ninguno se le había
ocurrido nunca cagar a Lautaro con la plata: podía matarlos a golpes de la
misma manera que podía desfigurar a cualquier tipo que lastimara a sus
chicos.
Lautaro vivía desde hacía tiempo con la Diabla: era su protegido, su
favorito. Y, por añadidura, se encargaba de conseguirle a la Diabla nuevos
chicos, chicos como Facundo, bellísimos e inexpertos, para iniciarlos en la
calle. De a poco, bajo la tutela de Lautaro, Facundo se fue convirtiendo en
un profesional: sabía regatear, sabía quién era confiable, sabía cómo
enloquecer a un tipo al punto de convertirlo en un cliente devoto. Cometía
errores, pero pocos. La calle era ahora algo conocido, perfectamente
seguro, aunque ya no estuviera Lautaro para cuidarlo. Y por eso lo de las
salidas nocturnas, porque no iba a encontrar nada, porque eran un terreno
donde podía moverse con confianza, donde estaba protegido.
No como en la oscuridad de la habitación, no como cuando los árboles
dibujaban formas extrañas en las paredes.
Pero esa noche no iba a irse, iba a soportarlo. Es estúpido, pensó, es
estúpido tener miedo a la oscuridad como si fuera un nenito, porque nunca
pasó absolutamente nada y nada va a pasar. El problema es dormir, pero
sólo son sueños.
Apenas tenía que salir del balcón y encender la luz. Sería demasiado que
la bombita se quemara, pensó Facundo. El enorme esfuerzo que hizo para
levantarse casi le arrancó un gemido, pero se mordió los labios y miró el
departamento oscurísimo, salvo por los destellos de los ojos verdes del