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Por un instante, las hojas de los árboles se quedaron tan quietas que la
noche pareció irreal, como si se tratara de una pintura o una foto. Lo único
que se movía eran los bichitos danzando alrededor del foco de luz. Sólo
había sido un momento: enseguida la calma fue destrozada por un auto y
un tipo que silbaba allá abajo, en la calle, pero había sido suficiente para
que Facundo se negara a entrar en el departamento lleno de sombras y se
dijera que pasaría la noche en el balcón, si era necesario.
Había decidido quedarse en su casa esa noche, a pesar de la promesa a
Narval y la deuda que tenía que saldar con el Negro. Que se vaya a la
mierda el imbécil ese, pensó. Se sentó en el balcón y tiró algunas botellas
de cerveza vacías al piso. No iba a poder dormir, eso estaba claro.
Mientras volviera a su casa lo suficientemente desquiciado como para
apoyar la cabeza en la almohada y semidesmayarse, todo estaba bien.
Pero, si no era así, se complicaba.
¿Alguna vez te preguntaste, Facundo, por qué dormís siempre con
alguien? Sabés que no es por coger. Es para no estar solo, se dijo. Porque
no era que necesitara abrazar a alguien en la cama. Era que necesitaba a
otro para compartir la oscuridad; alguien que estuviera ahí, alguien que lo
oyera gritar, aunque ya no podía hacerlo.
Apretó los dientes. Estaba muerto de miedo; se levantó de golpe
decidido a salir, como siempre. Pero volvió a sentarse lentamente. Salir
significaba encontrarse con Narval y eso era lo menos indicado para que el
miedo se fuese.