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Armendáriz le acarició los hombros, pero Facundo lo rechazó
corriéndose unos centímetros.
—¿Gritabas en sueños?
—No, después. O sí. No sé, no me acuerdo bien. Lo que sí, dejamos de ir
al campo cuando cumplí nueve años porque mi vieja se asustó mucho,
como te imaginarás. Mi vieja siempre se asusta mucho. Pero no fue sólo
por los sueños, me parece.
—¿Por qué fue?
Facundo se puso serio.
—Muchas cosas. Laureana, por ejemplo, se pasaba las noches rezando el
rosario y pidiendo que los demonios abandonaran la casa, mientras yo
gritaba. Exorcismos, calculo. Cada vez que yo pasaba a su lado, se hacía la
señal de la cruz.
Armendáriz se quedó con la boca abierta.
—¿Cómo lo permitían tu mamá y tu abuela? ¿Por qué no la echaron?
Facundo encendió un cigarrillo.
—Porque ellas también me tenían miedo, Luis. «Si se trata de la belleza
de un hombre, el más perfecto ejemplo de belleza viril es Satán», dijo un
tipo que se llamaba Baudelaire. No creo que ellas lo hayan leído, pero lo
intuían a su manera. Cuando era chico, yo era tan lindo como ahora. Pero
no era el tipo de chico al que las viejas se acercan para pellizcarle los
cachetes. No sé si me explico.
—Sí, claro —dijo Armendáriz—, Leés mucho, ¿no?
—¿Te sorprende?
—Bastante, sí.
Facundo se rio.
—No es común en un chongo, ¿no es cierto?
—No, pero vos no sos común.
Facundo no contestó. Después dijo:
—Podrías regalarme algún libro, de vez en cuando.
Comenzó a vestirse y buscó las llaves: la charla había terminado y
Armendáriz sabía que no existía posibilidad de reanudarla. Por un
momento sintió como si alguien lo hubiera puesto al borde de un pozo y
casi hubiera alcanzado a ver las sombras que se retorcían allá abajo.
—Tengo que hacer algo —dijo Facundo, pero tres timbres largos lo
interrumpieron y sonrió apenas.
—¿Esperás a alguien? —preguntó Armendáriz, en voz baja.