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Bajar es lo peor - Mariana Enriquez

Libro de autoayuda

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Lo que más le molestaba era que últimamente no podía perderse por

Buenos Aires. Antes, después de andar unas cuantas cuadras, ya no sabía

adonde estaba y se entretenía buscando el camino de vuelta. Ahora no:

conocía demasiado la ciudad, ni siquiera se perdía cuando estaba drogado;

de alguna manera, siempre terminaba en algún lugar conocido. Otras

veces, para matar el tiempo y el aburrimiento, subía a un colectivo y

viajaba hasta terminar el recorrido. Pero era desperdiciar plata y Narval no

podía darse semejantes lujos.

Cruzó corriendo una calle porque no se dio cuenta de que el semáforo

estaba en rojo. Al subir el cordón se tropezó y cayó de cara al piso,

raspándose un poco el mentón. La gente lo miró con curiosidad, pero nadie

intentó ayudarlo. Narval se levantó a las puteadas y rengueando se apoyó

contra una pared, tocándose la pera y los codos doloridos; el raspón

sangraba un poco. Respiró hondo; por un instante se le había ocurrido que

la sucia mano de Ella iba a extenderse para levantarlo del piso.

Siguió caminando, medio rengo. Le preguntó la hora a un tipo que

esperaba el colectivo.

—La una de la tarde.

Narval pensó un segundo. Y bueno, se dijo, que el Negro se joda. No voy

a estar dos horas caminando por ahí esperando que el señor se levante.

Llegó rápido a lo del Negro y tocó el timbre interminablemente, para

despertarlo. El Negro vivía en el último departamento de un pasillo, tras

una puerta de chapa color verde agua.

Salió al rato, soñoliento, con la cara sucia y las sábanas marcadas en las

mejillas.

—Pasá —dijo.

Narval se sentó en una silla y apoyó los codos en la mesa mientras el

Negro se preparaba mate.

—¿Querés comer algo?

—No.

—¿Unos mates?

—No.

—Bueno, armate un porro.

Narval picó un poco de marihuana en el hueco de la mano y sacó un

papelillo del paquete que había sobre la mesa.

—¿No sabés cuándo me va a pagar la fruía tu amigo?

—No.

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