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picar —esnifó nerviosamente—. Afanar me cuesta cada vez más, le perdí
la mano. Pero ahora debería hacerme un pico.
Empezó a salir el sol y Facundo, que odiaba las madrugadas, bajó las
persianas y rechinó los dientes.
—Se viene, la puta que lo parió, siempre me arrepiento de haber tomado
tanto. Bajar es lo peor.
Narval aprobó: si había algo que los dos odiaban por igual era el
amanecer, el rocío todavía flotando, los primeros ruidos, los putos
pajaritos cantando, ese calor adormecedor del sol, los camiones que
limpian la calle, los barrenderos.
Facundo se acurrucó sobre los almohadones, transpirando y pálido,
ignorando el borrachísimo cuerpo de Narval sobre la cama.
—¿Sabés lo que siento? Como si estuviera por despegar. Las cosas
tiemblan, no las puedo mirar fijo. Me siento un cohete. Siempre me pasa
lo mismo.
—Las cosas no tiemblan —dijo Narval con la voz pastosa y
curiosamente aguda—. Vos sos el que temblás. Tomá un trago.
—No quiero.
—Qué boludo. Es por tu bien. Yo ya estoy en pedo, pero en pedo en
pedo. No me doy cuenta si bajo o no bajo.
—Qué suerte tenés, Val. Yo ya no estoy borracho y no quiero hablar más
de eso, basta.
—Pero tomate un trago...
—Pará, Val, cortála. No te soporto. Calíate.
Facundo se acurrucó para el otro lado, dándole la espalda a Narval.
Desde ahí oyó:
—Jodete. Cuando sientas que te morís, no me pidas que te charle.
—Ya siento que me muero, pelotudo. El corazón me late tan fuerte que
me hace temblar todo el cuerpo. No te duermas, ¿me oís?
—Eso es feo. Pobre Facundo.
Narval cerró los ojos y un buen rato después empezó a dormitar, con la
botella de cerveza aún en la mano. Facundo se la sacó para que no se
derramara y se sentó. Trató de respirar hondo y se negó a tomarse el pulso
porque sólo iba a asustarse más. Se volvió a acurrucar y se tapó con una
frazada, porque tenía frío, y trató de cerrar los ojos. La cabeza y el pecho
parecían querer explotar, así que se sentó otra vez. Miró el reloj y
descubrió, sorprendido, que habían pasado dos horas. Volvió a acostarse de