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—¿Por qué?
—Y... porque entonces no hay nada que te contenga, no hay un lugar
adonde llegar, no hay nada seguro.
Facundo se hizo otra raya y la tomó.
—Pensá una cosa —dijo—. Si no hay límites, quiere decir que hay un
montón de posibilidades, y eso también es terrible porque la vida es
demasiado corta. ¿Cuánto podemos vivir, setenta años?
—Al paso que vamos nosotros, ni la mitad, Facun —Narval se restregó
la nariz—. ¿La muerte no es un límite?
La cara de Facundo se ensombreció.
—No sé. Yo siempre quise ser eterno.
—Yo también.
Facundo le sonrió.
—Qué bueno. Detesto que la gente me diga que se aburriría si viviera
muchos años o que piensa que la muerte es algo normal.
—Imbéciles. Yo odio a la gente que tiene miedo de las películas de
vampiros. ¿Quién no viviría eternamente, como sea?
Los vampiros, qué ejemplo, debo estar muy duro ya, pensó Narval.
—Bueno —dijo después—. Pero supongamos que nos morimos. ¿Cómo
te gustaría morirte?
—No me gustaría morirme.
—Pero suponiendo...
—No, suponiendo nada.
—A mí gustaría morirme de sobredosis. Un pico directo a la cabeza,
placer total y ni darte cuenta de que te moriste.
—Sos un enfermo. Es horrendo. Val. Una vez me zarpé con merca y fue
una cosa espantosa. Terminé en un hospital.
Facundo recordó despertar en la semioscuridad con un tubo en la nariz y
otro en el brazo, escuchando un lejano bip-bip que marcaba los latidos de
su corazón. Estoy en un hospital, a la mierda, se dijo, antes de volver a
dormirse. Cuando volvió a despertar, se encontró con los pelos pajosos de
Lautaro, mirándolo asustado y furioso. Lautaro, el que había sido su
compañero hasta la noche de la pelea y los cuchillos y la sangre.
—Nunca vuelvas a darme un susto así, pedazo de imbécil —le había
dicho.
—Qué pasó.