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Facundo encendió un cigarrillo, sonriéndoles a Esteban y Carolina, que
estaban en incómodo silencio, mirándolo.
—No se queden ahí, como si estuvieran viendo a una especie de
superhombre. Dije lo primero que se me ocurrió. No quería pelear.
Carolina lo agarró del brazo y se le apoyó en el hombro.
—Pero no te pegó. Pensé que iba a partirte la boca. ¿Para qué lo bardeás
cuando está tan duro, Facun?
Facundo se encogió de hombros y no contestó.
Esteban estaba aturdido, no sólo por la música, sino también porque la
reacción de Facundo le había hecho entrar una descabellada idea en la
cabeza: Facundo estaba encubriendo a Narval, sabía lo que sucedía.
Facundo había sido el único que no se había burlado de su miedo, de su
pánico irracional.
—Facundo, vos sabés lo que le pasa a Narval, ¿no?
—¿Qué le pasa a Narval, me quieren decir? —preguntó Carolina, ya
aburrida de todo y sin ganas de estar con Narval.
—No —respondió Facundo, mirando fijo a Esteban—. No sé qué le
pasa. Nada, probablemente. Todo ese rollo lo hice porque quería que el
Negro se fuera, hacía rato ya que estaba insoportable. No te asustes,
Esteban. No seas tonto, no te hagas la cabeza. Seguro que Narval estaba
zarpadísimo y vos también.
Esteban lo miró. Era difícil dudar de Facundo: siempre estaba
demasiado seguro. Y no lo conocía tanto como para saber si mentía.
Para cuando Narval decidió que era imposible que Ella lo hubiese
arrastrado al subterráneo porque los subterráneos estaban cerrados a esa
hora, estaba bajando la escalera de la estación Lavalle con una mano
resbalando por la baranda y la otra en la aceitosa mano de Ella.
El silencio era apabullante, los ruidos de la calle no llegaban hasta ahí
abajo. Nunca había estado en un silencio tan completo.
Ella se arrastró en cuatro patas y le bajó los pantalones. Una mano le
recorría los hombros; una mano que al rato se transformó en una araña.
Sintió que se le revolvía el estómago porque estaba disfrutando con un
placer delirante. La boca de Ella no tenía dientes y Narval sintió que un
viejo desdentado tenía su pija en la boca. Le pareció que Ella sonreía, si
podía sonreír, mientras chupaba. Narval tuvo náuseas, y gritó y gritó, y
escuchó cómo el enloquecedor eco de sus aullidos rebotaba en las paredes
abovedadas del subterráneo.