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Bajar es lo peor - Mariana Enriquez

Libro de autoayuda

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se emborracharon como nunca y prometieron no volver a joderse. Lo cual

significaba dos cosas: que Carolina no volvería a hacerle planteos y que

Facundo no reanudaría una relación con ella. Peor es nada, pensaba

Carolina. No podía evitar sentir que Facundo era el mejor hombre que

había tenido jamás, pero tampoco podía estar con él porque dolía

demasiado: ella adoraba su voz profunda, su indiferencia, su cinismo.

Habían charlado mucho esa noche. Entre otras cosas, Facundo le contó

que vivía solo, en un departamento del centro, y en una servilleta había

anotado la dirección con el lápiz labial de Carolina. Ella no le había

preguntado cómo hacía para pagar el alquiler; se lo imaginaba. Le pareció

raro que Facundo hubiera abandonado el boliche de la Diabla, donde había

vivido en una época. Pero, cuando le preguntó por qué, la cara de Facundo

se llenó de un dolor tan auténtico que Carolina se asustó y no intentó

averiguar nada más.

Ahora Carolina volvió a mirarse intensamente en el espejo. Le resultaba

rarísimo verse con esa melena rubia, parecía una peluca. Enchufó el

secador y empezó a arreglarse el pelo mientras pensaba en lo extraño que

era que Facundo se hubiera transformado en su amigo. Con el tiempo, ella

se había autoconvencido de que ya no estaba enamorada de él y actuaba en

consecuencia: instinto de conservación, decía Mauri. Pero funcionaba. Lo

que sí evitaba era volver a acostarse con Facundo: sabía demasiado bien

adonde podía llevarla una noche con él.

Cuando terminó con el pelo, se puso unos vaqueros y una remera

ajustada y corta. Hacía calor para botas; se las puso igual. Seguro que esa

noche vería a Narval y quería estar linda, porque últimamente Narval, la

más reciente adquisición de Facundo, la estaba trastornando. Narval casi

nunca le dirigía la palabra, cosa rara porque se había hecho bastante amigo

de Esteban; pero con ella nada, salvo algún «gracias» o «pasame la

cerveza». No importaba; Carolina tenía esperanzas de conquistarlo. No

puede ser tan difícil, se decía.

Rápidamente, se pintó los labios de rojo, agarró las llaves, plata y salió.

Gritó «chau, vuelvo mañana» y dio un portazo. Caminó unas cuadras para

esperar el colectivo; esa noche no le habían prestado el auto. Después del

último choque (iba con Esteban, los dos borrachos), el tema del auto se

había vuelto un poco complicado.

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