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desaparecía invariablemente a las dos o tres de la mañana. Carolina sabía
adonde iba. Se había enamorado perdidamente de él no bien lo había visto
en un bar, dos años antes. Ella tenía dieciséis años y, aunque ya había
estado con varios tipos, nunca jamás había conocido a alguien tan hermoso
e inalcanzable. En un principio Carolina había disfrutado de las admiradas
y envidiosas miradas de las otras chicas cuando la veían abrazada a
Facundo, ese cuerpo magnífico y sensual, como si ella fuera la dueña de
esos ojos grises. Pero todo había sido un gran desastre. Era imposible
confiar en Facundo: desaparecía durante semanas para volver un día, en un
horario insólito y sin dar ningún tipo de explicación, sordo a los reproches
de Carolina, riéndose entre dientes mientras ella lloraba y le hacía
prometer que no iba a dejarla nunca.
Aquellas promesas eran lo mismo que nada; Facundo volvía a borrarse
siempre y Carolina seguía esperándolo, sin moverse de su casa, sentada al
lado del teléfono y corriendo cada vez que sonaba el timbre; se pasaba
horas mirando por la ventana y noches sin dormir, con el corazón dando
mazazos en su pecho cada vez que escuchaba algún ruido en la calle, hasta
que Facundo una noche le tiraba una piedra a su ventana, borracho, y,
después de unos cuantos gritos, todo quedaba olvidado.
Porque, cuando Facundo se encogía de hombros y sonreía, Carolina no
podía resistirse y lo abrazaba, feliz, odiándose por no poder echarlo, por su
miedo a la idea de no volver a verlo nunca más. No podía siquiera pensar
en eso: las noches haciendo el amor con Facundo en cualquier parte de la
casa, silenciosamente, las noches que tomaban merca juntos y filosofaban
ridiculeces, todo era demasiado intenso como para ponerle fin.
Una madrugada, mientras Facundo se vestía para irse, Carolina le
escondió las botas y llorando a mares le gritó que no iba a dejarlo ir otra
vez y quedarse sola por quién sabía cuánto tiempo. Facundo resopló,
sacándosela de encima de un empujón, y se fue de la casa descalzo, sin
decir una palabra.
Carolina tomó entonces una decisión: la próxima vez iba a seguirlo,
escondiéndose en las esquinas por si Facundo se daba vuelta. Las
persecuciones terminaron siempre en el boliche de la Diabla o en la
esquina de ese lugar. Carolina había observado cómo se acercaba Facundo
a los coches, cómo hablaba con tipos y mujeres en la puerta, cómo bailaba
con desprecio cerca de alguien que, segundos después, le pedía que lo
acompañara. Por un tiempo pudo ocultar sus noches espiándolo en la