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El vino caliente le revolvió el estómago. Los oídos le zumbaban y
caminó rápidamente en círculos hasta que volvió a escuchar bien. Las
sienes habían empezado a latir. Otra vez no, murmuró, y gimió bajito.
La chica del vino lo estaba mirando.
Narval cruzó corriendo la calle, sin mirar, y se acercó a la puerta de
Malicia. Espió adentro, pero no había nadie conocido. Ni el Negro ni
Carolina (la extraña amiga—ex—novia—o—lo—que—fuese de Facundo)
ni Esteban (amigo inseparable de Carolina y cliente del Negro). O quizá
sus sentidos lo engañaran. No hubiera sido la primera vez.
De nuevo temblaba y se rio histéricamente, tanto que le dolieron los
huesos de la cara. Todos se habían dado vuelta en el bar para mirarlo. Y
cómo no, pensó Narval, si debo tener esa cara de cuando me transformo en
otra cosa, esa cara que tengo cuando los veo a Ellos, que no es mi cara.
Un perro empezó a ladrarle desde la esquina.
—¡Andate! —gritó Narval. Esteban le había dicho una vez que los
perros podían ver a los espíritus, a los seres de otro mundo—. ¡A quién
estás mirando, perro hijo de puta! —gritó Narval de nuevo, y alguien se
rio detrás de él, pero no quiso darse vuelta para ver quién era.
Salió corriendo. El sudor lo empapaba, pero no podía parar. Sentía la
agitada respiración babeante del perro y el chasquido de las pezuñas a sus
espaldas. Se dio vuelta. No había nadie. Se sentía como si tuviera el
cuerpo lleno de bichos y no le alcanzaran las manos para sacárselos.
Llegó corriendo a su casa y subió haciendo tambalear las inestables
escaleras. Cerró la puerta y la trabó con una silla. Revolvió el colchón con
sus sábanas sucias, el piso, la cocina inútil. Nada. Nada para picarse ni un
trago de vino.
Llenó la jeringa de agua.
Las primeras luces del amanecer lo encontraron retorcido y gimoteando.
Pero lejos.