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Bajar es lo peor - Mariana Enriquez

Libro de autoayuda

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que le daba el viejo, que además pagaba el alquiler del departamento;

siempre se podía contar con el viejo si se quedaban sin un mango en

épocas de malaria. A eso había que sumarle la plata que traía Narval

cuando revendía la droga que le compraba al Negro. De alguna manera,

Narval, el Negro y Facundo se habían convertido en socios; Facundo era el

que proveía el capital, Narval era el que vendía y el Negro, el proveedor

mayor. Lo cual no impedía que Facundo le comprara fruía o faso

directamente al Negro cuando quería tener su parte.

A veces, Narval prefería no pedirle plata a Facundo; después de todo,

estaba acostumbrado a andar sin un mango por ahí. Trataba de limitarse a

los momentos en que las cosas se ponían insostenibles. Porque no había

resultado ser un buen socio: se gastaba todo o se tomaba todo siempre;

pocas veces las cosas salían bien y le sobraba plata. A Facundo no le

importaba, pero nunca le daba un mango a Narval si él no se lo pedía.

«Gano plata con mucha facilidad», le había dicho, «y no me importa

perder un poco, pero tampoco estoy tan demente como para perderla

toda». Narval sabía que Facundo tenía toda la razón, así que se callaba la

boca.

Se sentó en un banco de la plaza y se ató el pelo con un nudo. Ya era

completamente de noche y empezaba a caer gente a la plaza, la mayoría

para conseguir droga. Miró atentamente los grupos de gente tratando de

divisar al Negro. Tenía frío en la espalda y estaba empezando a

endurecérsele la mandíbula.

Una chica tomaba vino en tetrabrik, sentada con las piernas cruzadas.

Llevaba zapatillas negras de básquet y una remera de The Exploited.

Narval se acercó a ella para pedirle un trago. La chica le convidó de mala

gana. Tenía el pelo muy corto, teñido de rojo, y la cara maquillada con

base blanca. Narval bebió concienzudamente de la cajita de cartón, a pesar

de las amenazadoras miradas de la colorada. Terminó y se la devolvió.

—¡De nada! —le gritó la chica mientras Narval se alejaba, riendo. Se

había volcado vino tinto sobre los pantalones de Facundo. La cara blanca

de la chica le había recordado la única vez que vio maquillado a Facundo,

con la cara empolvada de blanco espectral y los labios rojos. Y una

sombra celeste sobre los ojos grises, bien años setenta. No le había pedido

opinión a Narval, y él tampoco se la había dado, pero, si alguien le hubiera

preguntado en ese momento, Narval habría dicho que Facundo era la única

persona capaz de cortarle la respiración de semejante manera.

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