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estaba tirado en el piso), no había más que paredes desnudas, una cama,
una mesa pequeña de vidrio, una biblioteca con unos pocos libros. Nada
especial.
Narval se sentó en la cama, cosa que hizo que el gato bajara de un salto
y escapara a la cocina. Narval percibió un rancio aroma que provenía de él
mismo y se rio entre dientes pensando que era natural que el gato huyera
así porque él realmente apestaba. Se desnudó y se metió en el baño. Abrió
la ducha y dejó correr el agua hasta que se calentó. Aunque hiciera un
calor del carajo, no podía bañarse con agua fría, no podía aguantar los
chorros helados sobre la piel. Cerró la puerta y se sentó en el inodoro,
dejando que se empañaran los espejos. Se miró las piernas desnudas,
pálidas, llenas de moretones y marcas. Cuando se le habían destrozado las
venas de los brazos, había empezado a picarse en los tobillos; pero los pies
se le hinchaban tanto que casi no podía caminar, así que había vuelto a
picarse en los brazos y en las muñecas, a pesar del dolor.
Respiró hondo, sintiendo cómo el vapor le abría los pulmones. Se
imaginó su cuerpo por dentro, su corazón agitado por la droga y la
angustia, funcionando como una máquina aceitada. Lo que más lo
asombraba era no poder controlar su cuerpo; muchas veces, sólo para
probar, aguantaba la respiración hasta sentir que explotaba y terminaba
tomando aire ávidamente, contra su voluntad; a Narval le costaba
comprender cómo era posible seguir respirando sin tener ganas, no podía
entender qué era lo que hacía que se despertara cada día y su corazón
siguiera latiendo, haciendo caso omiso a las toneladas de merca que
paseaban por sus venas, como si nada pudiera detenerlo.
Limpió un poco el espejo empañado y se miró la cara, las ojeras, los
ojos hundidos, el pelo grasiento y rubio que le caía sobre los hombros. No
podía mirarse fijo a los ojos por mucho tiempo; a veces le parecía que su
cara era extraña, que no pertenecía a su cuerpo. Con los labios formando
una O respiró sobre el espejo para volver a empañarlo y escribió su
nombre con un dedo. Qué nombre de mierda, pensó.
Volvió a escribirlo: le daba cierta seguridad escribir su nombre, saber
que todavía existía y no se había ido al mundo de donde venían los
monstruos, que todavía estaba aguantando. Borró su nombre con las dos
manos y no volvió a mirarse en el espejo. Se metió bajo la ducha y dejó
que el agua caliente paseara por su cuerpo y se le metiera en la boca. La
miró irse, gris oscura contra el blanco de la losa. La última vez que se