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Bajar es lo peor - Mariana Enriquez

Libro de autoayuda

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estaba tirado en el piso), no había más que paredes desnudas, una cama,

una mesa pequeña de vidrio, una biblioteca con unos pocos libros. Nada

especial.

Narval se sentó en la cama, cosa que hizo que el gato bajara de un salto

y escapara a la cocina. Narval percibió un rancio aroma que provenía de él

mismo y se rio entre dientes pensando que era natural que el gato huyera

así porque él realmente apestaba. Se desnudó y se metió en el baño. Abrió

la ducha y dejó correr el agua hasta que se calentó. Aunque hiciera un

calor del carajo, no podía bañarse con agua fría, no podía aguantar los

chorros helados sobre la piel. Cerró la puerta y se sentó en el inodoro,

dejando que se empañaran los espejos. Se miró las piernas desnudas,

pálidas, llenas de moretones y marcas. Cuando se le habían destrozado las

venas de los brazos, había empezado a picarse en los tobillos; pero los pies

se le hinchaban tanto que casi no podía caminar, así que había vuelto a

picarse en los brazos y en las muñecas, a pesar del dolor.

Respiró hondo, sintiendo cómo el vapor le abría los pulmones. Se

imaginó su cuerpo por dentro, su corazón agitado por la droga y la

angustia, funcionando como una máquina aceitada. Lo que más lo

asombraba era no poder controlar su cuerpo; muchas veces, sólo para

probar, aguantaba la respiración hasta sentir que explotaba y terminaba

tomando aire ávidamente, contra su voluntad; a Narval le costaba

comprender cómo era posible seguir respirando sin tener ganas, no podía

entender qué era lo que hacía que se despertara cada día y su corazón

siguiera latiendo, haciendo caso omiso a las toneladas de merca que

paseaban por sus venas, como si nada pudiera detenerlo.

Limpió un poco el espejo empañado y se miró la cara, las ojeras, los

ojos hundidos, el pelo grasiento y rubio que le caía sobre los hombros. No

podía mirarse fijo a los ojos por mucho tiempo; a veces le parecía que su

cara era extraña, que no pertenecía a su cuerpo. Con los labios formando

una O respiró sobre el espejo para volver a empañarlo y escribió su

nombre con un dedo. Qué nombre de mierda, pensó.

Volvió a escribirlo: le daba cierta seguridad escribir su nombre, saber

que todavía existía y no se había ido al mundo de donde venían los

monstruos, que todavía estaba aguantando. Borró su nombre con las dos

manos y no volvió a mirarse en el espejo. Se metió bajo la ducha y dejó

que el agua caliente paseara por su cuerpo y se le metiera en la boca. La

miró irse, gris oscura contra el blanco de la losa. La última vez que se

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