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y ayudó a el-Hombre-de-las-arañas, sacándole bichos del pelo, como un
mono.
Narval descubrió pronto que en los túneles, en su hogar, no pasaba el
tiempo; la barba no le crecía, tampoco las uñas. Y nunca se sabía si era de
noche o de día. Probablemente no hay noche y día, pensaba.
Tampoco intentaba irse; nadie trataba de buscar el camino por donde él
había entrado. Sólo existía para que yo volviera, cuando escapé hacia el
mundo de los espejismos. Narval caminaba solo por el túnel cuando Ella
se dormía, porque Ella era la mujer de Narval y dormían juntos en un
pequeño hueco donde goteaba agua.
Poco a poco Narval dejó de sentir curiosidad por el camino de vuelta y
lo que había al final, que, vagamente recordaba, eran edificios y calle y
gente, pero nada real. Acá estoy a salvo, se decía, en casa. Somos
Nosotros, no voy a volver a escaparme más.
Pero una vez Narval no pudo dormirse en el pequeño cubil, junto a Ella,
molesto por el ruido del agua, y salió a pasear por el túnel. En un recoveco
sintió una ráfaga de viento caliente y distinguió unos largos cabellos
oscuros que escapaban. Una extraña sensación, remota, invadió el cuerpo
de Narval: estaba temblando. Podía reconocer esos cabellos, ese olor. Una
frase rebotó en su cerebro, pero no pudo precisar de dónde la había sacado:
«En una multitud serías el único al que vería».
Poco después distinguió el pálido rostro de ojos grises que lo observaba
a la distancia, apenas visible en la penumbra llena de brumas. Ellos
parecían no darse cuenta de esa presencia. Y Narval lo siguió por el túnel,
alejándose de Ellos, de Nosotros. Recordó la habitación de olores fétidos,
la lámpara destrozada en el piso, el lejano triciclo abandonado que se
enfriaba bajo la luna, y los ojos sonrieron. Los ojos grises y el cabello
negro, pensó. Es él, otra vez conmigo, como siempre.
Narval llenó la jeringa de aire y la clavó en su brazo purpúreo. Pero no
sintió dolor porque estaban los ojos, los ojos grises, que iban a
acompañarlo cuando fuera el momento de bajar.