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en un sillón del living, fumando y mirando televisión, para distraerse y no
pensar en lo que se estaba convirtiendo su vida, recordando las miles de
noches en vela que había pasado desde que conocía a Facundo, pensando
en él, conteniéndose a duras penas para no ir a tocarle el timbre. Y supo
que todo era para nada, pero esa nada era todo lo que tenía.
Amaneció; Armendáriz no tenía nada de sueño. Salió sin cambiarse ni
afeitarse, tanteando el bolsillo del pantalón donde guardaba las llaves del
departamento de Facundo. Pero, cuando sacudió el bolsillo, no hubo el
menor tintineo. Revisó todos y cada uno de los bolsillos del saco y el
pantalón de su traje. Nada. Gimió porque no tenía otra copia: Facundo no
se lo había permitido y él, estúpidamente, le había hecho caso.
Subió al auto, golpeó el volante puteando y después se consoló pensando
que seguramente Facundo ya estaría de regreso. Fue hasta la oficina,
donde se encontró con su socio, que lo abrazó radiante, gritando «salió,
macho, salió», y Armendáriz trató en vano de parecer feliz diciéndose que
con eso se iba para arriba, se haría millonario. Pero sólo le importaba
dónde carajo había estado Facundo esa noche. Disimuló su preocupación
diciendo que su hija estaba con fiebre. «Mi pibe también», dijo su socio;
«el cambio de clima. No es nada, los pibes son fuertes como robles».
Sonriendo tristemente, Armendáriz pensó: No todos, mi Facundo no. Al
mediodía volvió al departamento y casi tiró la puerta abajo a golpes
cuando nadie lo atendió. Se quedó en el bar de enfrente varias horas y no
volvió a la oficina en toda la tarde. Esperó la noche y volvió a patrullar la
calle, caminando frenético por la cuadra del departamento, entrando en el
edificio cada vez que lo hacía alguien, hasta que, después de la
medianoche, se resignó y volvió a su casa.
Otra vez se pasó la noche en vela en el sillón del living; faltó al trabajo y
volvió a recorrer desesperado el edificio donde vivía Facundo, forzando la
puerta del departamento. Pero, cuando volvió a su casa al anochecer, cayó
dormido instantáneamente en el sillón del living, agotado. Despertó al
amanecer y se bañó y se afeitó, tratando de olvidarse de Facundo y sus
ojos grises, sin conseguirlo. Desayunó y, para distraerse, leyó uno de los
pasquines llenos de noticias policiales que compraba la mucama y,
mientras se le helaba el cuerpo, releyó una y otra vez las frases bajo el
pequeño titular: «Un joven de veintidós años fue hallado muerto en una
casa tomada del barrio de San Telmo, presuntamente a causa de una
sobredosis de drogas. La víctima fue identificada como Juan Facundo