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siguió. No podía recordar bien en cuál de las viejas casas vivía Narval;
dudó unos instantes frente a una puerta y finalmente la empujó y entró.
En el medio del patio vacío había un triciclo tirado, al que le faltaba una
rueda. Facundo levantó la mirada. Una de las puertas del primer piso
estaba entreabierta e iluminada, la del departamento de Narval. Subió las
escaleras chirriantes y sintió que las piernas se le ponían como de plomo,
pero no se detuvo. Un fuertísimo olor lo alcanzó a mitad de la escalera y
Facundo se tapó la nariz porque sintió náuseas. Cómo se podía vivir así,
con ese olor a basura podrida.
Empujó la puerta y vio a Narval sentado en una silla, los codos apoyados
en una mesa de tres patas, con una jeringa entre los dedos. La fetidez del
ambiente era aún peor que en la escalera y parecía envolver a Narval como
un halo. Facundo cerró tratando de acostumbrarse al olor, pero se negó a
seguir pensando en él.
—Tenés bastante merca—dijo, mirando el montoncito blanco que había
sobre la mesa.
Narval lo miró con sus ojos desencajados, barbudo, sucio. Facundo se
hizo una raya y la tomó frunciendo la nariz.
—Este lugar apesta.
Narval se masajeó el brazo amoratado y dijo:
—¿A quién le importa? Yo ni me doy cuenta. Ya te vas a acostumbrar.
—Y hace calor.
—¿Qué esperabas? ¿Aire acondicionado? Perdón, princesa.
—No seas estúpido —dijo Facundo.
Narval se tomó la cabeza entre las manos y se la apretó, gimiendo.
—No puedo soportar esto —murmuró, y miró las penumbras del rincón
—. No puedo hacer esto.
Facundo también miró en esa dirección, pero se dio vuelta súbitamente,
con un escalofrío.
—¿Qué viste? ¿Qué? —gritó Narval, y se levantó de la silla pateando las
botellas de cerveza vacías que poblaban el piso de la habitación. Facundo
lo observó, sorprendido porque la merca había hecho que su corazón
latiera con mucha violencia, pero parejo.
—Quiero que me hagas un pico, Narval.
—¿Por qué? Vos no te picás.
—Tengo ganas y no sé hacérmelo solo.