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Bajar es lo peor - Mariana Enriquez

Libro de autoayuda

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manos negras que le oprimían las costillas le decían que no, lo mismo que

el aire enrarecido que apenas le llenaba los pulmones.

Bajó las escaleras despacio, a tientas. Se había cortado la luz, como

tantas noches en el calor insoportable de Buenos Aires. Su risa retumbó en

la oscuridad cuando se preguntó si habría cerrado bien la puerta. Qué

carajo me importa, se dijo.

Salió a la noche azul oscura de la ciudad y respiró hondo: enfrente, en

una casa antigua, se apagaban las luces en las ventanas; tres pasos más allá

se alzaba la frialdad protectora de un shopping. Un viejo pasó

canturreando «Tinta roja» y el 60 se zarandeó vertiginosamente y paró en

la esquina, con una chirriante frenada.

Taxi, pensó Facundo, y mego que no me hable porque no tengo nada que

decir y no me interesa que nadie me crea ni se ponga de acuerdo conmigo.

Sólo quiero que me lleve, pero que tarde mucho, que dé muchas vueltas, si

quiere, porque necesito ver todo otra vez, pensó; Facundo, el que no

extraña nada, el que no se apega a nada, quiere volver a ver los bares, los

video-games, las luces, el gris azulado de la ciudad con su río podrido. «Es

para morirse de risa», susurró, y el taxista, extrañado, lo espió por el

espejito.

Casi chocaron con un auto verde que manejaba una mujer. El taxista

sacó la cabeza por la ventanilla y se desgañitó a puteadas, a pesar de que

había sido él quien había cruzado el semáforo en rojo.

—Las mujeres son la peor desgracia —dijo—. Por suerte yo estoy solito

y tranquilito. Nadie me jode la vida, ¿viste?

Facundo cerró los ojos y no contestó. Encendió un cigarrillo sin pedir

permiso y soltó el humo con la cabeza apoyada en el respaldo del asiento.

El taxi iba demasiado rápido, pero Facundo no dijo nada.

—Son tres pesos —dijo el taxista, entre dientes, molesto por no haber

podido charlar.

Facundo pagó con cinco, pero no esperó el vuelto: se bajó del auto

precipitadamente, sintiendo que se ahogaba.

—¿Estás bien? —gritó el taxista, asomando la cabeza—, ¡El vuelto!

Siguió caminando.

Un perro le ladró desde atrás de una reja y Facundo se sobresaltó y tuvo

que parar y apoyarse contra la pared, pensando que, si su corazón volvía a

enloquecerse, seguramente moriría en la calle. Se tranquilizó a medias y

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