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—No-vi-na-da —dijo en un susurro.
Narval le apretó las sienes aún más, clavándole las uñas en la piel hasta
que Facundo le dio un empujón sorprendentemente fuerte, que lo hizo caer
al piso. Intentó pasarle por encima; pero Narval lo hizo trastabillar
agarrándole una pierna y rodaron por el empedrado, peleando enredados,
en silencio. Facundo logró levantarse, pero un derechazo en la boca lo
derribó de nuevo y su cabeza dio un golpe seco contra el cordón.
Respirando entrecortadamente, se miraron a los ojos un segundo y
Facundo se limpió la sangre que caía de sus labios: fue un gesto simple,
desafiante, pero Narval necesitó sentir el gusto de esa sangre, bebería, y se
le tiró encima. Buscó los pantalones de Facundo y los desprendió. Cuando
vio aparecer las caderas delgadas y pálidas, supo que todo daba igual
porque cuando lo tenía entre sus brazos nada más importaba. Quiso
confesarle que moriría por él, que mataría por él. Entonces, empezaron a
zumbarle los oídos y cerró los ojos esperando que Facundo se
transformara en Ella, retorciéndose entre sus brazos como un pez
escurridizo. Abrió los ojos; aterrado, descubrió el cuerpo pálido de su
amigo, sintiendo que, a pesar de todo, era lo mismo que con Ella y se dijo
que esta vez Facundo no estaba fingiendo ni soportándolo ni divirtiéndose
como otras veces. Miró el largo cabello negro enredado entre sus dedos y
sintió en la garganta el dulce gusto de la sangre y se dijo que quizá
Facundo también lo amaba.
Entonces, él se soltó y corrió por la calle, tomando aire a bocanadas.
Narval lo siguió con la mirada mientras la sensación de instantes antes
desaparecía tan súbitamente como había llegado: los oídos dejaron de
zumbarle y el temblor convulsivo abandonó su cuerpo. Se levantó y corrió
hasta alcanzarlo.
—¿Qué hiciste? —tartamudeó Facundo, sin mirarlo. Narval no podía
verle la cara.
—No sé. ¿Qué te pasa?
Facundo se sentó en el cordón de la vereda y Narval, arrodillado a su
lado, le sacó el pelo de la cara. Facundo le tomó la mano y la apoyó sobre
su pecho para que él pudiera sentir su corazón corriendo como una
locomotora, tan rápido que era casi imposible distinguir los latidos.
—Apenas puedo respirar —dijo, y bajó la cabeza, pero mantuvo la mano
bien apretada—. Parece que quisiera destrozarse contra las costillas.