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Narval no contestó: se agachó y lo besó, un beso profundo y largo que le
hizo estremecer el cuerpo. Se interrumpió cuando Facundo se incorporó de
golpe, con la mirada alerta, olfateando el aire.
—¿Qué te pasa?
—¿No sentís el olor? Hay algo muerto por acá.
Narval olfateó también.
—Yo no huelo nada —dijo, y de golpe sintió que respiraba un aire
caliente, enrarecido. Es Ella, se dijo, con su olor a muerte, escondida entre
el pasto crecido, espiando, y cerró, aterrado, los ojos.
—Mientras no sea un tipo muerto... —dijo Facundo.
Narval se paró de un salto y le tendió la mano.
—Vámonos de acá.
—¿Por qué? Probablemente sea un animalito.
—Vamos.
Facundo obedeció; pero, cuando estuvo parado, señaló entre unos pastos
y dijo:
—¿Ves? Ahí está, es un gatito muerto, pobrecito.
Narval se relajó un poco y se pasó una mano por la frente.
—Mejor. Igual, este lugar ya no me gusta.
Arrastró de la mano a Facundo por un camino de tierra mientras se hacía
de noche. Encontró un agujero en el alambrado y soltó la mano de Facundo
para poder pasar. Cuando salieron a la calle, lo abrazó. Caminaron así un
par de cuadras, divertidos cuando la poca gente que pasaba se daba cuenta
de que eran dos hombres.
La calle de empedrado al costado de las vías era bastante oscura; los
faroles, rotos a piedrazos o simplemente inútiles. Sólo una casa estaba
iluminada por el único farol sano de la cuadra y Narval se detuvo enfrente.
—¿Ves esa casa? —dijo.
Era de dos pisos, un gigantesco cuadrado blanco manchado por la
humedad, con cuatro ventanas y una puerta y un garaje al costado. Algo en
ella molestó a Facundo: la casa era extraña, como si hubiera sido dibujada
por la torpe mano de un nenito.
—¿Qué pasa? —dijo.
—Mirá el piso de arriba. Está vacío.
Así era. No tenía ni siquiera persianas, la luz de la calle iluminaba las
enormes habitaciones vacías.