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—Ya estamos muy en pedo.
—Más —dijo Facundo—. No quiero recordar esto.
Dobló una esquina y entró decididamente en un pequeño bar de paredes
verdes y amarillas, con la cara de Gardel pintada en los vidrios. Quedaba
poca gente adentro, dos hombres solos en distintas mesas y una pareja que
se besaba en un rincón.
—Qué tal, pibe —le dijo a Facundo el hombre que atendía.
—Traeme dos vasitos de ginebra —pidió Facundo con voz pastosa, y
saludó al tipo con una sonrisa.
—¿Lo conocés? —dijo Narval.
—Ajá. Te dije que ando seguido por acá, buscando aquello, y termino
siempre en este bar porque nunca hay nadie.
El hombre trajo los vasos.
—¿Cómo van las cosas, pibe? —dijo.
—Mal.
El hombre le palmeó el hombro a Facundo y se fue, caminando
pesadamente. Facundo bebió a sorbitos del vaso, asqueado de tanto
alcohol. Pronto dejó de sentir las piernas y recordó la última borrachera
que se había pegado en ese bar, en esa misma silla. Había despertado con
un corte en la frente y un dolor de cabeza increíble, sobre una cama que el
dueño del bar improvisó junto a la puerta del baño con unas cuantas
mantas sucias, que olían a perro. Facundo se preguntaba por qué el tipo no
lo había echado, como era lógico, pero jamás ninguno de los dos
mencionaba el tema.
Al tercer vaso de ginebra, Narval quiso levantarse para ir al baño, pero
volvió a caerse en la silla, riendo. Facundo escupió el líquido que tenía en
la boca sobre la mesa y se rio a carcajadas, golpeándose las piernas con los
puños. Narval murmuró «voy a mearme sobre la silla» y Facundo se dobló
en dos de la risa, con los ojos húmedos. La pareja del rincón los miró
sonriendo y, en la pesadez del alcohol, Narval sintió que los ruidos estaban
yéndose, que algo se desplazaba, y vio que Ella empujaba la puerta del bar
haciendo sonar las campanitas que colgaban del marco.
Facundo se había tranquilizado un poco y reía bajito, con su rostro
enrojecido por la borrachera. Como si fuera el espectador de una película,
Narval vio que Ella se sentaba junto a Facundo y bebía de su vaso,
mirándolos.