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Bajar es lo peor - Mariana Enriquez

Libro de autoayuda

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rosas. Pero la casa está muerta, cubierta de enredaderas y madreselvas

secas, con las ventanas cerradas y derruidas, la puerta con un candado y el

olor a muerte y curtiembre del río entremezclado con el olor a madera

podrida, a encierro, a ratas. Yo quiero verla mejor y entonces desaparece

entre los barcos y los guinches; sé que el río se la tragó, a pesar de que era

una casa hermosa y los dueños la iluminaban para que todos pudieran

verla, orgullosos. Pero ahora está vacía y sólo hay fantasmas en la casa de

los Mora Acevedo.

Facundo hizo una pausa, bebió un largo sorbo de la botella y miró a

Narval, que lo escuchaba en silencio.

—Ése es mi apellido —dijo después.

—Nunca me lo habías mencionado —dijo Narval.

—No preguntaste —Facundo bebió otro trago y tosió. Tomó un poco de

aire y siguió hablando—. A veces le pregunto a la gente si conocen la

leyenda de esa casa; muchas veces termino de coger con alguien y, en

lugar de irme a dormir o a levantar a alguien más, me vengo a caminar por

el puerto, por toda la orilla del Riachuelo, hasta Avellaneda, buscando el

camino de troncos, el muelle que termina en la nada, pero es inútil, la casa

no existe. Y no puedo creerlo. A veces la angustia de no poder encontrarla

hace que me duela el pecho, tanto que me asusto, pero se calma enseguida.

No puedo sacarme la tristeza de encima en varios días. Creí que nunca

podría sentir una tristeza igual.

—Vamos a buscar la casa —dijo de pronto Narval.

Facundo apoyó la botella de ginebra en el piso después de tomar,

tambaleando, y se rodeó el cuerpo con los brazos.

—Es al pedo. No está. Nunca voy a encontrarla.

—Vamos, Facundo —dijo Narval, acercándosele.

—No —y, cuando Narval notó que a Facundo se le quebraba la voz, lo

abrazó con brusquedad y, entre las nieblas del alcohol, hundió la cabeza en

los cabellos oscuros, en el olor de esa piel, y lo besó desesperadamente;

primero los ojos, después el pelo, los hombros, los labios, con las manos

sobre las mejillas heladas de Facundo.

—Te quiero —dijo—. Tanto que no sé qué hacer. ¿Sabés lo mucho que te

quiero?

Facundo se desprendió del abrazo de Narval y trastabilló, tratando de

agarrar la botella del suelo.

—Vamos a un bar —dijo—. A ponemos en pedo hasta desmayarnos.

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