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Bajar es lo peor - Mariana Enriquez

Libro de autoayuda

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con la punta de los dedos; supo que un amor demente y ciego estaba

carcomiéndole el cuerpo.

—Vamos —dijo Facundo, y terminó su ginebra. Estaba completamente

vestido de negro; de pie en la semioscuridad, su rostro blanco resaltaba

como huesos iluminados por la luna.

Facundo caminó delante de Narval dando largas zancadas, mudo. Hacía

frío; desde la caída del sol soplaba un viento helado que se metía en los

huesos y hacía tiritar. Caminaron por innumerables calles, acompañados

solamente por el chasquido de las botas de Facundo, con su paso firme,

casi marcial, como el tictac de un reloj. Narval empezó a temer por

momentos que el ruido de las botas desapareciera, que sólo quedara un

amenazador silencio y que entonces Facundo se diera vuelta y fuera uno

de Ellos, uno nuevo; no que se transformara en Ella o los Otros, sino que

fuera uno más, más aterrorizante que los otros tres. El cuarto jinete, pensó,

y de su estómago subió una carcajada sin humor, una risa histérica.

Después de caminar como sonámbulos muchas cuadras, Facundo se

detuvo y se dio vuelta; Narval tembló, esperando. Pero sólo escuchó:

—Acá a la vuelta hay un kiosco que siempre está abierto. Compremos

una ginebra y después acompañame a un lugar —dijo, pero no esperó la

respuesta de Narval. Estaban en La Boca, a una cuadra del Riachuelo. Los

barcos muertos, pensó Narval, y no se movió hasta que Facundo, con la

botella en la mano, se acercó al puente, los barcos, el chasquido del agua

podrida. La niebla parecía una gran bocanada de humo de cigarrillo.

Facundo tomó un trago de ginebra y el alcohol cayó por su barbilla

mojándole la polera negra. Al rato se la pasó a Narval, respirando honda y

temblorosamente, como si estuviera acongojado después de llorar. Hizo un

amplio gesto con la mano, como mostrando todo el puerto. Los barcos se

balanceaban, acunados por el agua aceitosa.

—Tengo una imagen recurrente —dijo—. Siempre empieza acá. Camino

por un extraño muelle que se pierde en el río, con muchos recovecos.

Siempre es al atardecer. Al rato empiezo a tener miedo porque el muelle

parece podrido y temo caerme al agua negra, pero miro a un costado y

entonces veo la casa. Es una mansión antigua de piedra, que está sobre un

bloque de cemento, besada por los lentos golpes del agua del río, como si

el agua se hubiera tragado todo lo que había alrededor, que yo sé que eran

maravillosos jardines con olor a jazmín y pasto recién cortado, y por un

momento me parece ver la casa iluminada por el sol y sentir el olor de las

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