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Bajar es lo peor - Mariana Enriquez

Libro de autoayuda

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no le importaba la temperatura del agua: abrió la boca sobre el chorro y

bebió, como si tuviera que calmar una sed de siglos. Después de casi

media hora, salió de la ducha tiritando y trató de mirarse en el espejo.

Estaba roto: en la desesperación por limpiarse, no había reparado en los

pedacitos de vidrio desperdigados por el piso, que le habían cortado

apenas las plantas de los pies. Se agachó en busca de un pedazo lo

suficientemente grande como para que le permitiera mirarse la cara, pero

todos eran demasiado pequeños. Esto es lo que siento, exactamente, pensó:

como si se me hubiera caído un espejo en una calle llena de gente. Todos

pasan y patean los pedazos y yo quiero juntarlos, pero es al pedo y, sin

embargo, no puedo dejar de buscarlos porque de eso depende lo poco de

cerebro que me queda, si me queda algo.

Mientras salía del baño, se pasó la mano por la cara; tenía la barba

crecida, pero apenas: no habían pasado tantos días, entonces. No tenía la

menor idea de cuándo había visto amanecer por última vez. Juntó su ropa

sucia y, haciéndola un bollo, la arrojó a un rincón, lo más lejos que pudo.

Qué bueno sería, pensó, poder decir dentro de unos años: de pibe estaba

tan zarpado que me perseguían tres alucinaciones horribles y yo me

pensaba que eran de verdad, qué mal te hacen las drogas.

Se rio un poco de sí mismo y, muerto de frío, buscó algo para ponerse.

En medio del caos de comida rancia y suciedad, encontró intactos los

pantalones de Facundo: se los llevó a los labios antes de ponérselos y

empezó a llorar. Tenía que verlo, necesitaba verlo, esa misma noche,

cuanto antes.

Volvió al baño y se enjuagó la boca escupiendo extraños pedacitos

oscuros; se metió los dedos para limpiarse mejor y volvió a escupir,

asqueado. Seguía llorando, tanto que tuvo que sentarse sobre el colchón.

Narval recordó a Ella gimiendo sobre su cuerpo como una bestia

moribunda y recordó el odio en los ojos de serpiente de esa mujer horrible

cuando él clamaba por Facundo en el piso. Lo recordó perfectamente. Y

sintió miedo. Por eso tuvo que salir del departamento para meterse en un

bar vacío; pero no podía pedir nada de comer, no tenía un peso y, para

evitar que el olor de las medialunas lo desesperara, se metió en el baño y

cerró la puerta con el pasador. Leyó los grafitis, enloquecido: Laura te

quiero, la tengo de veintidós centímetros, Boca campeón. Alguien golpeó

a la puerta y Narval gritó: «Estoy cagando, la concha de tu madre».

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