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Bajar es lo peor - Mariana Enriquez

Libro de autoayuda

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—Che, ¿te sentís mal? —dijo, después de echarle una larga ojeada a

Facundo.

—Sí, pero no es nada.

—Estás pálido y medio tembleque.

Facundo encendió un cigarrillo y se encogió de hombros.

—¿Fue porque te hablé de tu amigo? ¿Cómo se llama?

—Narval —dijo Facundo, y sintió cómo se le endurecían las mandíbulas

—. A lo mejor. Pero no es tu culpa. Eso sí, no la embarres más y no me lo

nombres...

—Bien —dijo Juani—. Cambiando de tema, Carolina se fue un rato

antes de que llegaras.

Facundo levantó las cejas: realmente, nunca se hubiera imaginado que

ella se quedaría en el boliche.

—¿Sí? ¿Y qué hizo?

Juani sonrió y Facundo, comprendiendo, se acomodó en el asiento.

—No lo puedo creer. ¿En serio te la cogiste, Juan? ¿Y le cobraste?

—No, ¿cómo le voy a cobrar? Ella me gusta.

—Es increíble —dijo Facundo, riéndose—. No sabés cómo odia que yo

sea chongo, me vuelve loco. Y ahora te conoce a vos y se encama con vos

y ninguna, y eso que sabe que somos colegas.

—Con vos parece distinto, debe estar hasta las pelotas la niña.

Alguien golpeó a la puerta y Juani se incorporó, alerta, como un animal

olfateando el peligro. La policía solía caer al boliche buscando droga; no

podía hacer nada más porque los chicos nunca se acostaban por plata con

nadie ahí adentro. Pero del tema de la droga no podían zafar: nunca había

tiempo de descartar todo y, si en dos minutos los que golpeaban gritaban

que eran ratis, habría que salir corriendo por los techos. Juani y Facundo

se incorporaron, listos para huir, con la respiración anhelante.

Volvieron a golpear y una voz aguda gritó desde afuera:

—¿Hay alguien? Soy yo, Agustín.

Juani respiró con alivio, riéndose y puteando nerviosamente; Facundo lo

miró extrañado.

—¿Quién es?

—Un pendejo de mierda que empezó a laburar ayer o anteayer. Vino

solo, no sé quién le recomendó el boliche. La Diabla ya lo adoptó. Es un

muñequito, pero es un gil.

—¿Cómo no lo vi?

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