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La Palera no tendría más de cuarenta años, pero parecía mucho más
vieja con todo ese maquillaje y esos movimientos torpes. Era rica; a
Facundo nunca le importaba de dónde venía la fortuna; le bastaba con
recibir las descabelladas sumas que ella le pagaba. Además, la Palera
siempre estaba cargadísima de cocaína, cargadísima. En cada rincón de su
lujosa casa había un espejito con sus correspondientes rayas preparadas y
un canutito al lado. Esos eran sus vicios: la merca y los chicos lindos.
Lo que tenía de bueno la Palera, pensaba Facundo, era que no quería
coger todo el tiempo. Más aún, las últimas veces lo había buscado sólo
para charlar y besarlo y toquetearlo. Para Facundo era un alivio: la Palera
le desagradaba bastante.
Esa noche, a ella se le había dado por desnudarlo y charlarle mientras lo
acariciaba en la oscuridad. Facundo había aprovechado para dormir una
horita sin que ella se diera cuenta, del todo sedado por las pastillas de
Mauri. Se había despertado por el ruido que hacía la Palera vomitando en
el baño. Con tranquilidad se levantó y encendió la luz: la mujer estaba
abrazada al inodoro, temblando convulsivamente, con un hilo de baba
blancuzca colgándole de los labios. Él no se inmutó: se vistió lo más
rápido que pudo y llamó por teléfono a una ambulancia. Antes de irse,
espió de nuevo por la puerta del baño: la Palera no se movía; Facundo
revisó un cajón de la mesita de luz y sacó cinco palos y una bolsita de
merca. Se fue dejando la puerta abierta y se metió en el primer taxi que
pasaba; no quería cruzarse de ninguna manera con la ambulancia. Estaba
amaneciendo y no se sintió capaz de volver a su departamento; además,