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—No me podés decir que te gusta acostarte todas las noches con
cualquiera —dijo ella.
—Puedo decirlo y lo digo. No sé si «gustar» es el término; en todo caso,
no me molesta. No es tan terrible. No soy masoquista.
—No voy a entenderte nunca, Facundo.
—Ya sé y no importa.
Juani los interrumpió, agitado porque había subido corriendo las
escaleras.
—La Palera me está enloqueciendo, Facun. Te quiere a vos, dice que
tiene plata y que te vio entrar. Está histérica.
—Decile que no voy a ir —dijo Facundo, y bostezó.
—Decile vos, che.
Facundo se levantó puteando y bajó, con Carolina detrás. La Palera
había encendido las luces altas de su auto, de modo que la esquina estaba
ferozmente iluminada. Facundo se acercó al coche bordó, con andar lento,
y metió la cabeza por la ventanilla. Su pantalón oxford de corderoy
marrón marcaba sus estrechas caderas. Carolina, a unos metros, se dio
cuenta de que no llevaba calzoncillos. Se había prometido no volver a
acostarse con Facundo, pero no podía evitar desearlo como a nadie.
Disimuladamente, se acarició entre las piernas con la punta de los dedos y
el cosquilleo hizo que se pasara la lengua por los labios.
—¿Qué querés? —le dijo Facundo a la mujer, que se llevó
nerviosamente una mano a la garganta. Estaba durísima, aspiraba con
violencia por la nariz y le temblaban las manos.
—Vení conmigo —dijo—. Tengo plata, la que quieras, tengo merca.
Vení.
—No. Tenés que entender que no voy a ir cuando a vos se te antoje; voy
a tener que cambiarme de esquina para que no me encuentres nunca más y
me dejes de joder. Estás obsesionada.
La mujer abrió desorbitadamente los ojos y agarró a Facundo del brazo;
él vio el color azulado de los labios de la mujer y pensó: Espero que no se
muera estando conmigo.
—¡No, no digas eso! Vení, vení. Toda la plata que quieras. Vení.
Facundo la miró unos instantes y tomó una decisión. Es obvio que no se
va a ir y tampoco va a apagar las luces del auto la muy puta, se dijo. Esto
va a terminar con los ratis cargándonos a todos.