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Mauri se quedó boquiabierto cuando vio en el umbral la figura de
Facundo parado en la vereda, mucho más pálido de lo que él recordaba,
con los ojos brillando en medio de las ojeras negras.
—¿Te acordás de mí? —dijo Facundo, y encendió un cigarrillo.
—Cómo no. Mi hermana no está, pero pasá igual. Debe haber ido a
comprar algo.
Facundo siguió a Mauri por las escaleras. Hacía tanto que no estaba en
casa de Carolina que todo le parecía más chico y hasta desconocido.
Mauri abrió la puerta de la habitación de Carolina.
—Sentate —dijo.
Facundo apagó el cigarrillo y se sentó en el piso, junto a la cama. Mauri
siempre le había caído bien, por su tranquilidad y su cáustico humor, pero
esta vez no sabía qué decirle, estaba demasiado nervioso. Se enojó un poco
consigo mismo: no saber qué hacer era algo que nunca le pasaba. Mauri
dijo de pronto:
—¿Está mal que te haya hecho pasar?
—Por qué.
—Te explico: todas tus estadías en mi apacible hogar terminaban con un
escándalo de llanto y pataleo de mi hermanita. En aquel momento, yo
estaba capacitado para hacerla callar y dormir, cosa de que mis viejos no
se despertaran con una crisis nerviosa. Pero ahora me duermo todo el
tiempo —y, como demostrándolo, bostezó. Después de un rato, agregó—:
El psiquiatra dobló la dosis.