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Bajar es lo peor - Mariana Enriquez

Libro de autoayuda

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voz apagada y se ríe de nuestro desconsuelo», recordó, acostado sobre las

sábanas negras de la cama de la Diabla, y se tapó la cara con las manos.

—Miladies, ¿quieren vestirse para el deleite de vuestro súbdito?

—Yo no—dijo Facundo.

—¿Voy a tener que conformarme sólo con la princesa de ojos añil?

—Parece que sí, Diabla.

—Eres cruel, mi adorado Facundo. Está bien. Fumemos un poco de

hierba sacramental y vayamos a lo nuestro, ojos azules.

—Quiero ponerme alguno de seda —dijo Juani.

—Tus deseos son órdenes, excelso —dijo la Diabla, y encendió la pipa

que tenía siempre llena de marihuana— Vístase, su majestad.

Juani revolvió el ropero y encontró un amplio vestido verde de seda y

terciopelo. La Diabla gritó alabanzas y llevó a Juani a la otra habitación

para fotografiarlo.

Facundo se acurrucó en la cama; no podía emborracharse, le dolía la

cabeza y estaba nervioso, tanto que le costaba respirar y se preguntó cómo

hacía su cuerpo para llenar y vaciar los pulmones todo el tiempo cuando él

no prestaba atención; cuando estaba dormido, por ejemplo. Le dedicó toda

su atención a cada inspiración, como si tuviera que estar atento para no

dejar de respirar. Inquieto, se sentó en la cama con las piernas cruzadas y

escuchó los suaves y fingidos gemidos de Juani, acompañados por los

bramidos incoherentes de la Diabla. Salió al balcón para tomar aire. Llovía

finito; el grueso de la tormenta ya había pasado, pero a lo lejos las nubes

estaban cargadas y negras sobre el cielo gris. En la esquina, un auto

levantó a Joaco, que casi nunca dejaba de trabajar. Facundo se apoyó en la

baranda del balcón y trató de fumar un cigarrillo, pero tuvo que tirarlo a

las dos piladas; le dolía demasiado la cabeza. Cuando miró caer a la calle

la brasa humeante, creyó ver a Narval caminando por la vereda, el sucio

cabello rubio ocultándole la cara, las manos en los bolsillos. Le temblaron

las rodillas, pero al mirar mejor se dio cuenta de que se había equivocado.

El corazón le latía tan fuerte que pensó que iba a desmayarse, pero se

sostuvo de la baranda con fuerza y respiró hondo. Val, pensó, quisiera

saber dónde estás, pero no quiero encontrarte.

Entró y volvió a sentarse en la cama, con las manos entre las piernas. La

Diabla se asomó a la puerta, despeinado y con los pantalones por las

rodillas.

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