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Bajar es lo peor - Mariana Enriquez

Libro de autoayuda

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—Mi pequeño y primitivo Juan Ignacio. Nada, no importa. Cosas de

ilustrados —la Diabla se levantó tambaleante con la botella de ginebra—.

Pasemos a mis aposentos —dijo.

La Diabla era dueño de una casa antigua de tres pisos que había sido

suya desde la infancia. En la planta baja y parte del primer piso

funcionaba el boliche; el resto eran habitaciones enormes donde vivía y

mantenía a sus chicos. Todas las piezas estaban llenas de muebles y

roperos con vestidos y disfraces caros, que la Diabla coleccionaba. A

veces, se ponía sus galas y subía al escenario del boliche para entonar

boleros con su aguardentosa voz de 45 años y treinta cigarrillos diarios.

También acostumbraba disfrazar a sus chicos; especialmente, a Juani,

Facundo y Joaco.

—Pasen a mi recámara.

La habitación de la Diabla estaba empapelada con fotos de actores,

chicos y algunas hojas de revistas pomo. Cerca de la cabecera de la cama

tenía una foto de Lautaro, «nuestro ángel», como le decía; nunca le faltaba

una vela o una rosa blanca. Siempre que la miraba, la Diabla le tiraba un

beso y levantaba los ojos hacia el cielo raso, como para que el beso

llegara.

Facundo se quedó un instante mirando la foto. Recordaba el momento

exacto en que había sido tomada, una noche helada de invierno; él estaba

resfriado y se había negado a hacer la calle. Lautaro también se había

quedado adentro por el frío y la Diabla, enloquecido, los había hecho posar

toda la noche. Lautaro siempre se negaba a esas cosas, pero no aquella

vez. En la foto que la Diabla había pegado, Lautaro tenía una rosa en la

oreja y su pajoso pelo aibio caía desordenado sobre los ojos celestes. La

foto que Facundo tenía en su casa la había tomado él, esa misma noche,

mucho más tarde, cuando la Diabla cayó dormido por la borrachera y ellos

siguieron bailando juntos con los Stones hasta el amanecer. Una semana

después, tres tipos habían asesinado a Lautaro a dos cuadras del boliche.

Facundo no podía dejar de recordarse con el cuerpo de Lautaro entre sus

brazos, tratando de parar inútilmente la hemorragia con sus manos,

incapaz de derramar una lágrima.

Antes de decidirse a salir para el boliche, Facundo había estado leyendo

el libro que le había regalado Armendáriz: «No sueñes, no, que el amoroso

abismo nos lo devuelva al aire que da vida, la muerte se alimenta de su

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