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Bajar es lo peor - Mariana Enriquez

Libro de autoayuda

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en cualquier lado. Odió profundamente la luz y caminó con los brazos

alrededor del cuerpo, como abrazándose, temblando de frío.

No sabía cuántos amaneceres así había pasado, sintiéndose sucio, con el

olor y el roce y la saliva y el semen de tantos cuerpos, con los labios y los

dedos apestando a alquitrán. Cada vez que movía la ropa un poco, subían

entremezclados con el olor de su piel esos aromas extraños a los que

finalmente se había acostumbrado. Conocía a chicos que se bañaban con

furia cada vez que terminaban la noche; él, jamás: caía dormido primero.

Sentía una exultación poderosa cuando llevaba en la piel todos esos

recuerdos de las personas que por un momento lo habían amado. Facundo

sabía que, aunque fuera durante unos segundos, todo aquel que lo conocía

quedaba maravillado por él. Había descubierto eso muy temprano, en la

escuela, cuando todas sus compañeritas se lo disputaban; a veces, hasta la

histeria. Después fue más en serio: profesores que lo esperaban a la salida,

que lo aprobaban o desaprobaban arbitrariamente; se había quedado sin

rendir materias en marzo a fuerza de chuparle la pija al profesor de física

de tercer año. Y estaba también la historia de Manuel, su vecino de Núñez,

que terminó colgado de una viga del living después de masturbarse

furiosamente por toda la casa. Facundo le había dado un par de besos, para

jugar un rato, cuando tenía trece años. Nunca se sintió culpable, ni siquiera

cuando, la noche del suicidio de Manuel, se había reído a carcajadas de la

cara llena de acné que le confesaba su amor con voz temblorosa; a pesar

de que su madre le había dado la primera y única paliza de su vida, tan

fuerte que le partió los labios y le hizo sangrar la nariz. Con las manos

ensangrentadas, su madre le gritó que era malo y perverso, un auténtico

hijo de puta, y que le hubiera gustado no haberlo hecho nacer, que se

arrepentía una y mil veces de haberlo traído al mundo. Facundo nunca

supo cómo se enteró su madre de la relación que existía entre él y Manuel;

pero ella nunca dudó, estaba segura de que Facundo era el culpable.

Siempre estaba segura de que él tenía la culpa.

Entró en un bar y contó los arrugados billetes que le había dado el

Pelado. Pidió un café y encendió un cigarrillo. El sol entibiaba el aire

débilmente y Facundo apoyó la cabeza sobre la mesa. Estuvo a punto de

quedarse dormido y, para despabilarse, sacudió un poco la cabeza y se

restregó los ojos. El café humeaba sobre la mesa; ni siquiera se había dado

cuenta de que se lo habían traído. Lo sorbió despacio, sintiendo cómo le

calentaba el cuerpo y le ardía en el estómago. Siempre tan maricón, pensó,

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