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en cualquier lado. Odió profundamente la luz y caminó con los brazos
alrededor del cuerpo, como abrazándose, temblando de frío.
No sabía cuántos amaneceres así había pasado, sintiéndose sucio, con el
olor y el roce y la saliva y el semen de tantos cuerpos, con los labios y los
dedos apestando a alquitrán. Cada vez que movía la ropa un poco, subían
entremezclados con el olor de su piel esos aromas extraños a los que
finalmente se había acostumbrado. Conocía a chicos que se bañaban con
furia cada vez que terminaban la noche; él, jamás: caía dormido primero.
Sentía una exultación poderosa cuando llevaba en la piel todos esos
recuerdos de las personas que por un momento lo habían amado. Facundo
sabía que, aunque fuera durante unos segundos, todo aquel que lo conocía
quedaba maravillado por él. Había descubierto eso muy temprano, en la
escuela, cuando todas sus compañeritas se lo disputaban; a veces, hasta la
histeria. Después fue más en serio: profesores que lo esperaban a la salida,
que lo aprobaban o desaprobaban arbitrariamente; se había quedado sin
rendir materias en marzo a fuerza de chuparle la pija al profesor de física
de tercer año. Y estaba también la historia de Manuel, su vecino de Núñez,
que terminó colgado de una viga del living después de masturbarse
furiosamente por toda la casa. Facundo le había dado un par de besos, para
jugar un rato, cuando tenía trece años. Nunca se sintió culpable, ni siquiera
cuando, la noche del suicidio de Manuel, se había reído a carcajadas de la
cara llena de acné que le confesaba su amor con voz temblorosa; a pesar
de que su madre le había dado la primera y única paliza de su vida, tan
fuerte que le partió los labios y le hizo sangrar la nariz. Con las manos
ensangrentadas, su madre le gritó que era malo y perverso, un auténtico
hijo de puta, y que le hubiera gustado no haberlo hecho nacer, que se
arrepentía una y mil veces de haberlo traído al mundo. Facundo nunca
supo cómo se enteró su madre de la relación que existía entre él y Manuel;
pero ella nunca dudó, estaba segura de que Facundo era el culpable.
Siempre estaba segura de que él tenía la culpa.
Entró en un bar y contó los arrugados billetes que le había dado el
Pelado. Pidió un café y encendió un cigarrillo. El sol entibiaba el aire
débilmente y Facundo apoyó la cabeza sobre la mesa. Estuvo a punto de
quedarse dormido y, para despabilarse, sacudió un poco la cabeza y se
restregó los ojos. El café humeaba sobre la mesa; ni siquiera se había dado
cuenta de que se lo habían traído. Lo sorbió despacio, sintiendo cómo le
calentaba el cuerpo y le ardía en el estómago. Siempre tan maricón, pensó,