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21
Facundo sabía que al Pelado le gustaba mirarlo desnudo y masturbarse un
rato, así que se sacó toda la ropa y se cruzó de piernas sobre la cama,
fumando un cigarrillo. Trató de no mirarlo porque le causaba una
incontenible hilaridad la cara de éxtasis que ponía el Pelado y sabía que se
ofendería si lo veía reír. Había aprendido a no confiar nunca demasiado en
ningún cliente; los tipos podían ser macanudísimos, pero también podían
volverse un poco locos. Chupó el cigarrillo y miró desganadamente la
decoración de la habitación del hotel, los horribles muebles de fórmica, el
empapelado con angelitos regordetes, y suspiró. Sentía una extraña
atracción por los angelitos, con su expresión lujuriosa y asexuada, su
desnudez de niños perversos. Le parecía que conocía ese lugar, que había
estado ahí muchísimas veces antes, pero no podía asegurarlo.
—Pónete de costado —dijo jadeante el Pelado, y Facundo titubeó antes
de obedecer porque no había escuchado bien. Se apoyó con el codo sobre
la almohada y decidió olvidarse y apenas se dio cuenta cuando el Pelado
estuvo dentro de él, echándole el aliento en la nuca.
El Pelado se quedó dormido cuando acabó, pero Facundo,
prudentemente, se había asegurado de que dejara la plata sobre la me—
sita de luz. Se vistió, agarró los billetes y se los metió en el bolsillo de
atrás. Le echó una última mirada al durmiente culo rosáceo con el tatuaje
de un corazón flechado y cerró la puerta riéndose a carcajadas.
El sol del amanecer lo dejó ciego por un rato. Se tanteó los bolsillos
buscando los anteojos negros, pero no los encontró; podía haberlos dejado