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—Calíate, Carolina.
Ella siguió, aunque Facundo se tapó los oídos con las manos, diciendo
que no con la cabeza.
—Por favor, Facundo, no vuelvo a pedirte algo nunca más, pero dejame
quedarme con vos. Todo va a salir bien...
Él se destapó los oídos y se dejó caer sobre la cama, con una mano sobre
los ojos.
—No, Carolina. Sabés que es inútil, por favor, no digas más nada y
olvídate de lo que pasó anoche. Hacé de cuenta que nunca existió.
Carolina se tapó la cara con la sábana.
—No sé si voy a poder —dijo.
Facundo respiró hondo antes de contestar.
—Inténtalo.
Carolina hundió la cabeza esperando que Facundo dijera algo más, pero
él se quedó callado, sin moverse, sin sacarse la mano de los ojos. Al rato,
sin embargo, sus dedos buscaron los de ella debajo de las sábanas. Ella
reaccionó y se le acercó para abrazarlo, pero retrocedió cuando descubrió
que el cuerpo de Facundo estaba cubierto de un sudor helado y que sus
labios, siempre tan rojos, habían tomado un color grisáceo, como los de un
muerto.
—¿Te sentís bien?
—No. Estoy mareado y siento como si me hubieran puesto una tonelada
de hierro sobre el pecho, que no me deja respirar. Ya se me va a pasar,
pero no te voy a decir que no te asustes. Asústate todo lo que quieras.
—¿Qué querés que haga?
—Nada.
—¿Seguro?
—Quedate un rato calladita.
Carolina obedeció. Se quedó sentada junto a él, desnuda en la habitación
llena de humo, observándolo. Tuvo la certeza de que no podía hacer nada
más que eso. Sumergida en el vaivén que iba de Narval a Facundo, tenía
que enterrar en algún lado el imán que la había llevado la noche anterior
hasta sus brazos y no buscarlo nunca más. Despacio, recogió su ropa
desparramada sobre el piso y se vistió; con un nudo en el estómago, le
besó los labios inertes y, mientras encendía un cigarrillo más, se dijo que
no le permitiría verla desnuda otra vez, nunca.