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Cuando se acostaron en la alfombra, él se asustó súbitamente porque
sentía que Carolina no sólo estaba haciéndole el amor, sino que estaba
entregándose; la delataba la desesperación con que le recorría las caderas,
el furor con que le mordía los labios. Tuvo que dejarse llevar, como si ella
fuera un animal encabritado que no hacía nada para ahogar sus gritos.
Facundo le secó las lágrimas y Carolina se calmó sólo un instante para
mirarlo, pero después volvió a lanzarse sobre él, haciéndolo rodar por la
alfombra, subiéndolo a la cama mientras su cintura se quebraba una y otra
vez en un placer tan enorme que pensó que no podría resistirlo, clavando
las uñas en la carne de Facundo, sintiendo su olor abriéndose en la noche,
con el cuerpo empapado de un sudor brillante y salado, interminable.
Creyó que perdía el sentido cuando todo terminó, y se acurrucó junto a
él, besándole las manos con olor a sexo y los labios y el pecho, mareada,
enredada en su pelo oscuro. Quiso decir algo, pero él le tapó la boca como
una orden, adormecido, mirando las ramas de los árboles que el viento
destrozaba contra la ventana.