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Bajar es lo peor - Mariana Enriquez

Libro de autoayuda

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—Metete adentro, Carolina —ordenó Narval, haciendo un gran esfuerzo

por seguirla. Cerró de un portazo y dijo—: Nos están siguiendo.

Carolina vio los sacudones que recorrían el cuerpo de Narval y

retrocedió un paso ante sus ojos desencajados.

—No, Narval. Se armó quilombo ahí afuera, pero nadie nos sigue.

—Sí. Siempre me siguen.

—¿Quiénes?

—Ellos me siguen —Narval cerró los ojos con fuerza, tratando de no ver

a el-Hombre-con-huecos-en-vez-de-ojos, que salía despacio de entre las

sábanas.

—Están acá —gritó.

Carolina trató de acercársele para taparle la boca, pero no se animó a

tocarlo.

—Quieren llevarme. Qué voy a hacer —y se sentó en el piso con la

cabeza entre las piernas. Carolina se acercó para abrazarlo.

—¿Qué pasa, Val?

—Creía que se habían ido —dijo Narval— Pero yo sabía que no. Mirá,

míralo, qué asco, no quiero.

Narval se abrazó a Carolina y gimió temblando como si volara de fiebre.

Carolina no se animó a mirar hacia donde señalaba Narval; también

tenía miedo. Le agarró la cara entre las manos y empezó a besarlo. Narval

la tomó de la cintura y la dio vuelta en el piso.

—¿Querés ver, puta? —gritó, y Carolina supo que Narval no le hablaba

a ella, sino a alguna otra cosa que se escondía en la oscuridad, y gritó

cuando Narval estuvo dentro de ella; tenía miedo y no estaba preparada,

pero se dejó llevar y pronto sintió que su cuerpo se empapaba de sudor y

tuvo que reprimir sus gemidos.

Narval siguió mirándola a Ella, que, exhausta de placer, también gemía

en su rincón, y enloqueció de deseo. Quiero estar con Ella, pensó Narval,

con mi mujer repugnante, que huele a muerte y se mueve como un gato

ciego.

Narval dio vuelta a Carolina de un tirón y siguió moviéndose sobre ella,

con los ojos cerrados. De pronto los abrió y se puso de pie apretando los

puños. Carolina lo miró desde el piso y, muerta de miedo, se arrastró lejos

de Narval, que miraba con los ojos muertos, sin brillo, hacia un rincón,

murmurando algo ininteligible. Pero Carolina seguía sin poder mirar hacia

ese rincón: sentía con demasiada fuerza una presencia maligna.

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