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Bajar es lo peor - Mariana Enriquez

Libro de autoayuda

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Facundo acarició el pelo sucio y húmedo de Narval.

—Abrazame vos también —dijo, y lo besó en la frente.

La parada del colectivo estaba oscura, apenas iluminada por la amarillenta

luz del farol lleno de cotorritas. Narval esperaba el colectivo con las

monedas que Facundo le había dado; no quería volver caminando en

medio de la tormenta. Pero tampoco podía quedarse, a pesar de que lo

deseaba más que nada en el mundo: tenía los pelos de la nuca erizados y el

zumbido en sus oídos lo ensordecía.

Simplemente quería estar solo cuando Ellos aparecieran. Porque se

estaban anunciando. Narval lo sabía: de a ratos se quedaba ciego, presentía

el temblor en las rodillas y no podía dejar de apretar las mandíbulas hasta

que le rechinaron los dientes.

Alguien llegó corriendo a la parada, tratando de protegerse de la lluvia

con un maletín. Qué traerá dentro de la valija, pensó Narval. El tipo se

paró a su lado tiritando y no le prestó demasiada atención. Narval no se

relajó: estaba esperando, sabía que vendrían y con horror sintió una

erección que apretaba su pija dolorida contra la tela húmeda del pantalón.

Por un momento, dejó de oír el viento y el ruido de las ramas y creyó

reconocer en el silencio un taconeo inseguro. Ella. Sí, era Ella. Estaba

entre Narval y el tipo del maletín, bajo el foco. No quiso mirarla: no

quería ver su cara iluminada; pero empezó a sacudirse convulsivamente,

como si algo vivo dentro de su cuerpo pugnara por salir.

Miró para atrás: en la esquina había una casa abandonada, por una de las

ventanas rotas se asomaba sonriente la cara de El-Hombre-con-huecos-envez-de-ojos.

Van a llevarme ahí, pensó Narval, y se rio cuando Ella lo

tomó con sus flojos brazos y lo condujo hasta la casa.

El tipo del maletín retrocedió unos pasos.

Narval se dejó llevar a los empujones, pero prestó atención al número de

la casa, 454, para recordarlo y volver algún día a comprobar si el lugar

existía o sólo se trataba de algo que se corporizaba cuando aparecían

Ellos. Desde detrás de las paredes llegaban, confundidos y agrandados por

el viento, los sollozos de el-Hombre-de-las-arañas. A Narval se le hizo

agua la boca y dijo, en voz alta:

—Esta vez voy a comerme las arañas malas, todas, qué ricas.

Ella rio antes de hacerlo entrar y de cerrar la puerta. El tipo del maletín

huyó, caminando cada vez más rápido, como si hubiera visto un espectro,

una aparición de otro mundo; Narval pudo verle la expresión antes de que

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