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Bajar es lo peor - Mariana Enriquez

Libro de autoayuda

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Se levantó de un salto, salió sin cerrar con llave y bajó las escaleras de a

dos escalones, lo más rápido que pudo.

Le gustaba caminar bajo la lluvia, sentir cómo el agua se colaba por su

cuello y le empapaba la espalda. Pero esta vez estaba lloviendo

demasiado: apenas se podía caminar, el viento y la lluvia casi lastimaban.

Una ráfaga helada enredó una caja de cartón en los pies de Narval; empezó

a patearla, pero no pudo sacársela de encima y terminó destrozándola con

furia, gritando y riendo a la vez. Se resbaló y cayó en medio de la vereda,

se acarició la cabeza dolorida y pensó: Cuánto extraño a ese hijo de puta.

No soportaría no volver a verlo.

Sentado entre los restos de la caja, se arrancó las puntas del pelo que se

arremolinaba con el viento. Una pareja que venía luchando con un

paraguas para que no se diera vuelta lo observó curiosamente; pasaron a su

lado medio asustados. Narval los miró por un instante y se incorporó.

—¡Ey! —les gritó.

La pareja empezó a caminar más rápido, pero Narval los corrió.

—¿No tienen cincuenta centavos?

La chica no quería mirarlo, pero no pudo evitar que sus ojos se cruzaran

con los de Narval y él pudo ver que estaba asustada en serio. Mejor, pensó,

mientras el loco también pavure...

—¿Qué querés? —dijo el chico que sostenía el paraguas, y Narval notó

por el tono de voz que era incapaz de romperle la cara.

—Cincuenta centavos —dijo—. No me podés decir que no tenés. Por

favor, los necesito.

La chica miró a su novio y susurró algo. Narval esperó, impaciente. No

iba a dejarlos ir hasta conseguir la plata. Si es necesario, pensó, les pego.

Con la pinta que tienen, deben estar cargadísimos y no hay nada que

necesite más que unos pesos.

El chico revolvió los bolsillos y le dio unas monedas.

—Tomá, loco —dijo—, ¿Por qué no laburás?

Narval agarró las monedas sin decir «gracias» y salió corriendo. Cruzó

la calle sin prestar atención a los autos que se le venían encima tocando

bocina y se detuvo en la parada del colectivo. Caminó en círculos,

apretando con fuerza las monedas en el puño porque estaba temblando de

frío y no podía permitir que se le cayera ninguna. Vio venir el colectivo a

dos cuadras y le hizo señas desde el medio de la calle. El colectivo frenó

despacio y Narval subió y pagó el boleto, orgulloso. Se sentó en el primer

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