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Bajar es lo peor - Mariana Enriquez

Libro de autoayuda

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películas de la época dorada de Hollywood y se enamoró de mí

perdidamente. Al principio fue genial: pagaba lo que yo quería, nos

maquillábamos, hacíamos coreografías, se la pasaba sacándome fotos y

filmándome. Quería llevarme a vivir con él, pero yo no quería dejar a los

chicos, estaba re—bien viviendo en lo de la Diabla. Y él se volvió loco de

celos. Una noche me pasó a buscar por la esquina y me lastimó tanto que

creo que fue la única vez que lloré de dolor. Después nos peleamos a las

pifias, pero el viejo era grandote, tirando a gordo y, bueno, ya te expliqué

lo débil que soy. Me encerró con llave en una habitación de su casa y me

vigilaba, el viejo maricón hijo de puta, me tiraba comida por una rendija...

—Facundo, estás inventando todo. ¿Me vas a decir que nadie te fue a

buscar allá?

—Ya sé que parece cinematográfico, pero es verdad. Me fue a buscar

Lautaro, pero el viejo no le abría la puerta. Está claro que no la podía tirar

abajo y, por supuesto, tampoco podía llamar a la policía.

—¿Quién es Lautaro?

—Pará que termine. Seguramente, si pasaban unos cuantos días, Lautaro

bajaba la puerta a tiros, pero a las cuarenta y ocho horas el viejo me abrió.

Había encargado por teléfono dos pasajes a Nueva York y me pidió que lo

acompañara porque estaba sintiendo que perdía la cabeza, la razón y el

corazón. Textuales palabras. Yo le dije que no: ardía por conocer Nueva

York, pero no con él.

—¿Y nunca más lo viste?

—Nunca. Pero el viejo me dejó el departamento y un montón de plata.

Estaba loco por mí, completamente loco.

Facundo fumó un rato el porro, aguantando mucho el humo dentro de los

pulmones.

—Yo estaba en el paraíso —dijo después— Imagínate: departamento,

video, tele, música y tanta plata. Con los chicos estábamos gran parte del

día ahí, me acuerdo de la Diabla mirando Casablartca y llorando a los

gritos. Incluso nos llevábamos tipos ahí, lo transformamos medio en

nuestro telo. Hasta que el descontrol fue tal que nos cayó la policía; una

denuncia de los vecinos. Por suerte, sólo estábamos Juani y yo, porque la

Diabla y Lautaro ya eran mayores y, si iban presos, no salían más. Los

ratis nunca pudieron probar que éramos chongos, salimos enseguida; pero

nos quedamos sin departamento. A Eduardo jamás lo volví a ver: debe

estar en Nueva York todavía.

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