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los libros, un montón de nombres que no le decían nada. Varias veces
había encontrado a Facundo leyendo cuando él llegaba, pero Narval nunca
se había interesado en los libros ni Facundo había intentado que lo hiciera.
Pronto se aburrió de mirar y se puso los pantalones, mientras decidía si
dejaba una nota. Pero, cuando intentó abrir la puerta, se dio cuenta de que
estaba con llave. Puteó un rato. Si Facundo simplemente había salido a
comprar algo, llegaría pronto, pero, si se había olvidado de Narval y había
cerrado, nadie podía imaginar cuándo volvería. En todo caso, sólo le
quedaba esperar. No podía saltar por el balcón, ni siquiera existía un
balcón al lado. Revisó los compacts, pero no tenía ganas de escuchar nada.
Volvió a sentarse a fumar un cigarrillo. Dejó vagar de nuevo los ojos, que
se quedaron clavados en los cajones de la biblioteca. Vamos, Narval,
pensó, desde hoy que tenés ganas de ver lo que hay ahí adentro. Revisá,
dale, y pórtate como un forro.
Sabía que, si Facundo llegaba y lo encontraba husmeando sus cosas, se
pondría furioso con toda razón. Pero a lo mejor no llega, se dijo, y puede
que encuentre algo... importante, cualquier cosa. Narval sintió fugazmente
que había estado toda la noche en la cama con un desconocido. Nervioso,
dio una larga chupada al cigarrillo y de golpe saltó del sofá y abrió de un
tirón uno de los cajones, con el corazón acelerado y la respiración
anhelante. Cuando oyó la puerta del ascensor, lo cerró de golpe, pero
enseguida tintinearon las llaves del departamento de al lado y respiró
aliviado. Volvió a abrir el cajón y se dijo, sonriendo, que siempre tendría
tiempo de cerrar porque el ascensor era la señal.
Empezó a buscar y se decepcionó: unos cuantos casetes con la cinta rota,
lapiceras, forros. Lo cerró rápidamente y abrió el de al lado, apremiado
ante el pensamiento de que Facundo llegaría antes de que pudiera ver algo
en verdad trascendente.
En el otro cajón encontró un sobre con tres fotos y se sentó a mirarlas en
el piso. La primera era la foto de una mujer muy hermosa que llevaba de
la mano a un chico de cinco o seis años que Narval identificó enseguida
como Facundo, sin ninguna duda. Ningún otro chico podía ser tan lindo y
a la vez tener en los ojos una expresión tan horrible: porque no había nada
en esa mirada que pareciera la de un nenito, con esos ojos llenos de vacío
y desesperanza, como si dentro de su cuerpo se hubiera metido un alma
extraña que miraba sin un atisbo de inocencia tan anti—natural, tan
injusta.