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Bajar es lo peor - Mariana Enriquez

Libro de autoayuda

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los libros, un montón de nombres que no le decían nada. Varias veces

había encontrado a Facundo leyendo cuando él llegaba, pero Narval nunca

se había interesado en los libros ni Facundo había intentado que lo hiciera.

Pronto se aburrió de mirar y se puso los pantalones, mientras decidía si

dejaba una nota. Pero, cuando intentó abrir la puerta, se dio cuenta de que

estaba con llave. Puteó un rato. Si Facundo simplemente había salido a

comprar algo, llegaría pronto, pero, si se había olvidado de Narval y había

cerrado, nadie podía imaginar cuándo volvería. En todo caso, sólo le

quedaba esperar. No podía saltar por el balcón, ni siquiera existía un

balcón al lado. Revisó los compacts, pero no tenía ganas de escuchar nada.

Volvió a sentarse a fumar un cigarrillo. Dejó vagar de nuevo los ojos, que

se quedaron clavados en los cajones de la biblioteca. Vamos, Narval,

pensó, desde hoy que tenés ganas de ver lo que hay ahí adentro. Revisá,

dale, y pórtate como un forro.

Sabía que, si Facundo llegaba y lo encontraba husmeando sus cosas, se

pondría furioso con toda razón. Pero a lo mejor no llega, se dijo, y puede

que encuentre algo... importante, cualquier cosa. Narval sintió fugazmente

que había estado toda la noche en la cama con un desconocido. Nervioso,

dio una larga chupada al cigarrillo y de golpe saltó del sofá y abrió de un

tirón uno de los cajones, con el corazón acelerado y la respiración

anhelante. Cuando oyó la puerta del ascensor, lo cerró de golpe, pero

enseguida tintinearon las llaves del departamento de al lado y respiró

aliviado. Volvió a abrir el cajón y se dijo, sonriendo, que siempre tendría

tiempo de cerrar porque el ascensor era la señal.

Empezó a buscar y se decepcionó: unos cuantos casetes con la cinta rota,

lapiceras, forros. Lo cerró rápidamente y abrió el de al lado, apremiado

ante el pensamiento de que Facundo llegaría antes de que pudiera ver algo

en verdad trascendente.

En el otro cajón encontró un sobre con tres fotos y se sentó a mirarlas en

el piso. La primera era la foto de una mujer muy hermosa que llevaba de

la mano a un chico de cinco o seis años que Narval identificó enseguida

como Facundo, sin ninguna duda. Ningún otro chico podía ser tan lindo y

a la vez tener en los ojos una expresión tan horrible: porque no había nada

en esa mirada que pareciera la de un nenito, con esos ojos llenos de vacío

y desesperanza, como si dentro de su cuerpo se hubiera metido un alma

extraña que miraba sin un atisbo de inocencia tan anti—natural, tan

injusta.

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